lunes, 15 de marzo de 2010

Blanco

Abrió los ojos y antes de ver nada la asaltó el recuerdo de la supervivencia, cómo respirar. Blanco. Movió ligeramente la cabeza hacia su derecha y el fondo opaco empezó a teñirse como un cristal desempañándose. Estaba agotada, su sensación de inmovilidad le permitió predecir que estaba tumbada, hacia arriba, en la misma postura en la que debían viajar los muertos en el ataúd. Pero no estaba muerta, sólo había desaparecido un tiempo, un tiempo que aún era incapaz de mentirse a sí misma. En cuanto dedujo que estaba en el hospital, sola en medio de aquella melodía punzante de reloj irregular, enredada entre tubos, con nudos de hierro escondidos debajo de la piel, supo que tarde o temprano el espejo le diría la verdad. Mientras esperaba, rodeada de blanco, rompió a llorar.

Chile: El olvido lo oxida todo (III)


Yo también en notado los cambios que ha ido sufriendo el tono de mis palabras, especialmente en las entradas asignadas a "Charcos de barro". No sé si agresivo es el adjetivo más apropiado; crítico, irascible, tenso, de una agudeza ingenua.

Hablo de Chile, qué fácil es hablar de Chile ¿verdad? De terremotos de una intensidad que sólo podemos imaginar por las imágenes de materiales a ras de suelo y una lista de nombres, muertos o heridos, ni caras siquiera; en un país colonizado por españoles con cascos y espadas (tan disfrazados que parecen ajenos a nuestra realidad, sí, fueron humanos como tú y como yo) y del cual apenas conocemos su Historia, también parte de la nuestra. Qué fácil es describir lo que muestra el espejo cuando no se está frente a él.

Quizás sea cierto lo que he ido escribiendo a lo largo de todos estos días acerca del mundo, de mi teoría sobre por qué seremos la última tribu, por qué nuestra sociedad se dirige al mismo tiempo al progreso y a la autodestrucción. Quizás tenga algún sentido todo lo que he dicho e incluso quizás pueda estar bien argumentado cada uno de mis errores... pero no soy chileno, ni soy explotado en una mina de carbón, ni paso veinte horas al día delante de una máquina de coser. He tenido la fortuna de poder siquiera valorar cuánto vale una vida porque he andado siempre sobre la tranquilidad, porque la infelicidad es una palabra que he utilizado siempre como antónimo, no como único sustantivo, como único modo de subsistencia.

Quizás quiera pensar que es cierto todo lo escrito hasta ahora porque no quiero ver mis errores, porque el final me da la tranquilidad de lo inevitable, porque aumenta mi libertad dentro de los sueños cuando descubro que queda poco para despertar.

Si estoy en lo cierto, la siguiente década será la que más desastres naturales haya albergado en la Historia del Hombre, quizás la misma en la que descubramos que es demasiado tarde.