(Vía e-soliloquio)
He subido muchas escaleras en mi vida, a pesar del vértigo.
Si sirve de precedente, los tres años que llevo viviendo en Madrid he habitado un cuarto piso de un edificio sin ascensor. Tengo el culillo duro, como lo llama mi madre. Es por eso que no me cuesta demasiado mover mis veintiún años (dato relevante) en escalones de a dos; me aburro yendo despacio y me canso más subiendo de es-ca-lón en es-ca-lón. El ritmo suave lo dejo para subirlas mientras leo.
Las escaleras mecánicas son un invento aburrido, perezoso si no se necesita descansar. Es cierto que el traqueteo del vagón resulta agotador, hay gente que no es capaz de aceptar esos escasos metros cuadrados como una habitación más de su casa, y disimular siempre cansa más.
La cuestión es que Madrid me ha enseñado a subir escaleras, aunque sólo sea para evitar la masificación de gente, defender mis instintos misántropos o recordar que las piernas sirven para algo más que mantenerse erguido. Una cosa si está clara, con música, todo sabe mejor.
(... y no era necesaria ninguna marca para descubrirlo)