Llueve al otro lado del cristal, fuera.
Fuera como línea delgada, casi tanto como la que separa el cuerpo del alma; línea invisible y misteriosa, línea que separa la naturaleza de mi mundo artificial, salido de la suma de las mentes y las manos de otros. Fuera como si el cristal no formara parte de nuestro mundo, como si fuera ajeno a las dos caras a las que da la espalda simultáneamente, cristal perdido en su propia transparencia, recogido en su delgadez, indefenso, rogando entre sigilos no ser visto.
A este lado, dentro, las paredes lisas de mi humilde cueva pintadas de blanco extraído de fuera, con todo tipo de artilugios que no me protegen y, sin embargo, me permiten sobrevivir. Si algún desconocido ser natural decidiera atacarme, invocar en mí el terror, no tendría lanzas ni flechas para defenderme, ni siquiera árboles adonde subirme aunque no sepa trepar; el armario está lleno de ropa y no tendría tiempo a desterrarla de su ataúd para invadirlo con todo mi espacio, con toda mi naturaleza. A mi alrededor sólo dispongo de pedazos de fuera con formas de la psique humana, geometrías, intentos fallidos de hallar o inspirar la perfección ajena al perfecto caos de fuera, símbolos vacíos ante otros ojos, que han quemado el tiempo de sus creadores.
De dentro, sólo me salvarían algunos libros y poesías que vuelan de un lado a otro de las realidades hasta dormir en los cristales. Son ellos los únicos que me protegen, los que me demuestran que la infinitud en la naturaleza sólo es posible dentro de una palabra, un verso; son los que me susurran que el frío y el calor, el Sol, es algo común a la existencia, me revelan aquello que da sentido a mi vida y, por tanto, a mi muerte; los únicos que me recuerdan que tengo algo en el pecho, que resuena al cerrar el tomo y su universo, algo así como descalzas pisadas sobre cristales rotos, el camino de mi verdad.
No existe dentro y fuera, sólo lluvia.