miércoles, 17 de mayo de 2017

El árbol sin bosque

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Lista de reproducción con todos los poemas:




Prólogo, por Luis Ibáñez



La poesía es una búsqueda. Siempre lo es. Y también un estado atemporal, por ser una lucha incesante con el tiempo que se escapa, el sentimiento que ya no existe una vez que ha pasado. ¿Acaso sólo existe dicho sentimiento en nuestra imaginación? ¿En el recuerdo? ¿Qué es lo que existe, entonces? ¿Hay algún referente eterno, constante, inamovible? ¿El amor, tal vez? ¿La soledad? ¿La capacidad de cambiar las cosas? Quizá la respuesta, lo único eterno, sea la propia búsqueda...

Es por eso que no hay paz, ni sosiego, ni respuestas definitivas, en la poesía de Francisco Fernández. Porque quizá nunca las haya. A cambio, el poeta (aunque no le gusta ser definido como tal) nos señala toda una serie de territorios, caminos internos que podemos decidir transitar, y que nos llevarán a nuevas certezas y renovadas incertidumbres, en un proceso que posiblemente termine sólo con la muerte, o incluso después: “cuando terminen de estar estas palabras, yo ya no estaré”.

El punto de partida es la soledad. Una soledad elegida, una apuesta personal por apartarse del rebaño (“del rebaño me escondo sin descaro”). De manera explícita, el poeta decide “derribar los puentes”, esas ataduras mentales y emocionales que no hacen sino coartar nuestra libertad de pensamiento y nuestras acciones. La manera en que nos relacionamos de manera cotidiana llega a condicionar incluso nuestra forma de pensar, nuestro destino. La vida es una cuenta atrás hasta llegar a cero, y el tiempo se nos escapa. No hay tiempo para las cosas que no merecen la pena, y que abundan en el mundo que nos rodea. Es por eso que se contempla la soledad como opción personal, como decidida apuesta por otras alternativas, una búsqueda ansiosa, incluso desesperada a veces. He aquí la primera de las contradicciones y las búsquedas de Francisco Fernández: el afán por encontrar una salida a la soledad elegida. Quizá la respuesta esté en el viento, un recurso que utiliza ocasionalmente como símbolo del destino que nos mueve. La vida es movimiento, y el viento es la única certeza de que estamos vivos, ese viento que mece las olas (“si las olas hablaran, no estaría tan solo”). Esta búsqueda tiene necesariamente que ser personal, porque ningún libro, ninguna otra persona, idea, relación humana o sentimiento nos puede dar respuesta, más allá de uno mismo: “en la última página de los libros sagrados no están las soluciones”.

Una de las cosas que siempre valoré de la poesía de Francisco Fernández, desde aquel adolescente de 14 años, en un aula cualquiera de un Instituto, es el énfasis que pone en el contenido, mucho más que en la forma. En un mundo de superficialidad, apariencia y puro escaparate, es de agradecer que alguien se empeñe en resaltar el mensaje, la temática, la reflexión, la profundidad de las ideas. Ideas que no son fijas ni inmutables, que siempre están en movimiento, en continua búsqueda. El relato postmoderno que señalaba el final de la verdad, se ha agotado. Por supuesto que existen referentes, aunque sólo tengamos la certeza de seguir caminando hacia ellos. Hay también, tras la soledad, la convicción de que la creación artística, la poesía, es algo más que una idea que se escapa. Sus versos son una recopilación de historias de los libros y de la propia vida. La poesía es jugar a imaginar, un juego que “alguien me dijo que dolía”, afirma el autor, pero que trasciende la propia existencia. Uno nunca sabe dónde y cuándo terminan los significados de un poema, dónde muere la poesía, que revive y vuelve a cobrar sentido con cada nuevo lector, cada nueva lectura. Más allá de la palabra, sólo existe el silencio, la muerte (“el gatillo sólo entiende de silencios por la espalda”), así que nos queda tener esperanza en la palabra liberadora, la palabra capaz de provocar nuevas realidades: “escribid mientras podáis sujetaros con tres dedos la esperanza”.

Las páginas de este poemario, aun partiendo de la soledad y la melancolía, no pueden entenderse del todo si no se tiene presente la constante búsqueda del amor. La propia poesía se nutre casi sola y exclusivamente de ese amor. Empezando por el amor de la propia familia. “Eres mis páginas”, le dice a su abuela, y continúa con el amor de pareja, para terminar en el amor al ser humano, en su conjunto. He aquí la tercera búsqueda. El amor entendido no como algo estático, acabado y concluso, sino como sentimiento en continuo movimiento. No se trata de un amor de museo, un amor para observarlo como quien tiene una colección de mariposas: “no quiero ser mariposa, ruiseñor, ruiseñor”. Por eso es un amor arriesgado, doliente, pero también un amor profundo, vitalista, imprescindible para seguir adelante: “la salud es a la vida lo que el amor es a la felicidad”. Un sentimiento que ha dado sentido a la humanidad desde el principio de los tiempos. Inestable, dubitativo, a veces doloroso como lo es todo en la vida, pero inmutable, imprescindible.

Hace ya bastantes años alguien me contó la historia (real o inventada, da igual) de una tumba egipcia en la que se podía ver al faraón, con su esposa, cogidos de la mano, con su anillo de casados. Me planteaba el interlocutor la duda de qué había sido de ese amor, de esa promesa de eternidad que seguramente se hicieron en algún momento.

Quien escribe este prólogo tampoco tiene verdades cerradas y absolutas, pero sigo pensando muchos años después que el amor es eterno, que está por encima de las personas y las cosas, y disfrutamos o dejamos de disfrutar de él constantemente. El momento en que se declararon su amor, es eterno.

A pesar de que en muchas ocasiones no está claro el momento adecuado para amar, y los tiempos de los amantes pueden no coincidir (“la quiero querer más, y que me oiga”), a pesar de las dudas (“comprobar si late todavía aquí dentro su misma fuerza”), a pesar de que todo puede diluirse como promesas bajo la lluvia, a pesar de que a veces tengamos que cubrirnos de una forzada coraza, para que duela menos (“como aquélla, ya no dejo que me amen”), nos queda la piel, el “beso temblando en mi boca”, nos “bastan sus manos para ser de viento”, nos mueven las palabras “y las flores de tu vestido”. Aunque duela, “mil veces la volvería a amar”.

Por el momento, el final de este camino de búsqueda lo marca el cambio social, consecuencia natural del amor. Si tomamos como referencia los sentimientos, no queda más que hacerlo extensible al conjunto de la humanidad. La apuesta por la mejora de la sociedad no se concibe aquí como militancia o partidismo (como ciertas personas que “juegan a los bandos”), sino como una reflexión profunda sobre la necesidad de que mejoremos nosotros mismos para mejorar el entorno. El compromiso es imprescindible que sea personal, que nazca de lo más hondo de nuestro ser, para que luego pueda tener su reflejo en las personas que nos rodean.

El último interrogante que esta obra plantea, directamente, mirándonos a los ojos, es si estamos haciendo algo por cambiar las cosas, si es posible una humanidad donde la libertad y la justicia puedan volver a convivir (como diría Eduardo Galeano), sin primar una por encima de la otra. Siempre tenemos la opción de esperar pasivamente a que la historia actúe. Dice Francisco que somos el abono de la siguiente generación, y en nosotros está considerarnos abono mineral, o estiércol. Hay vida mas allá de lo que se nos impone (“la vida es eso que pasa mientras otros revisan, anotan, autorizan cárceles, fronteras, cánceres, mirillas”). Desde este tiempo que se nos escapa, “el futuro es una resta finita”, y no podemos perdernos en lo irrelevante, quedarnos en la superficie, ya que mientras escribimos, mientras leemos, existen las cuentas en Suiza (imprescindible tenerlas vacías, para llegar a la poesía, según dice el autor), personas entre rejas por robar gallinas, gentes para las que las adicciones son un lujo que no se pueden permitir, ya que no pueden ser adictos a nada salvo a la miseria, niños que se preguntan “qué significa ser de hambre” por no encontrar el sentido de su humilde existencia, ministros que se enorgullecen de su maldad, almas viviendo la vida a fascículos, mes a mes... Mientras hablamos de paz, las bombas siguen cayendo. Ante ésto, nos lanza el poeta directamente la pregunta: “para qué es esto de ser humano”. La muerte está sobrevalorada, afirma él. Es mucho peor ser muerto en vida, por lo que no queda otra que devorar la vida a cada instante. “Hemos venido a volar”, todas las personas somos responsables de todo lo que sucede en el mundo, y “loco hay que estarlo para creer que la realidad es así”. Quienes apuestan por salirse de los caminos prefijados, quienes buscan vías alternativas desde la soledad elegida y desde el amor, pretenden como fin último que la humanidad entera sea diferente, “durante el tiempo, mediante el mundo”.

Este árbol sin bosque puede parecer contradictorio. Es un árbol que elige no estar en el bosque, pero que lo añora, lo extraña, le gustaría volver a pertenecer a un bosque diferente, con otras reglas de juego, en otro clima, con otro paisaje. “No seré yo quien prenda este bosque”, afirma Francisco Fernández. El autor ama el bosque como metáfora de la humanidad, pero no este bosque concreto en el que “la poesía es infantil frente a dos puntos de la prima de riesgo”, sino un bosque que puede ser de otra manera, del modo en que nos lo imaginemos, lo soñemos, y sobre todo tal como seamos capaces de construirlo, reinventarlo. Recojamos el guante de esta invitación. Hagamos el camino de dentro hacia fuera, desde el individuo en soledad, busquemos la palabra y el sentimiento, transformemos por completo el bosque, en una continua búsqueda que nunca debe detenerse. Es muy significativo que el poemario deje el final abierto, en su último verso: “a estas alturas, sótano, busca que te busca”. La búsqueda como única salvación posible del ser humano.