lunes, 18 de noviembre de 2013

18 de noviembre

No solía soñar de pequeño con una mansión, o una mayordoma sexy que me llevara los canapés a la piscina. No tenía ese tipo de ambiciones. En aquellos tiempos me preocupaba más salir de casa. No es que estuviera todo el día encerrado, pero no tardaron en hacerse frecuentes los castigos que terminaban con "de la casa al colegio y del colegio a la casa". Bastaba con llegar cinco minutos tarde. El deporte, cuatro tardes a la semana, era lo único que me permitía tener amigos sin profesores en común.

Mi habitación estaba llena de libros que no eran míos, por lo que mi concepto de territorio nunca estuvo demasiado claro. La puerta estaba siempre abierta excepto cuando ponía música (para estudiar, cómo no); entonces mi hermana (siempre) solía estar estudiando en la habitación contigua. Tampoco podía poner carteles para evitar que las chinchetas agujerearan las paredes. Antes, más pequeño, me había dado por agujerear el pasillo con un taladro de juguete; descubriendo el entonces gran milagro de las pilas. Para ganar espacio no podía más que regalar los libros de "mi estantería" que no eran míos a mis padres por su cumpleaños (guiño-guiño). Incluso la mitad de mi armario estaba lleno de ropa de mi hermana que, por supuesto, disponía de su habitación propia y de su correspondiente armario, dos veces el mío. Un ordenador y una cama de dos metros fueron mis dos grandes lujos.

Después me fui, por fin. Cada puente o vacaciones que volvía tenía que adaptarme a la reconversión de la habitación como sala de estudio de mi madre y cuarto de la plancha. Volví definitivamente y aún era mi mesita de noche la secadora. Mi madre ya había hecho "limpieza" y empaquetado todo para esconderlo en no sé qué cajas del almacén. Me había robado los mejores momentos entre esas cuatro paredes, mi forma particular de estirar las horas cuando había que limpiar y decidir qué permanecía y qué iba de cabeza a la basura. Es en esos momentos cuando más me conocía a mí mismo.

Cuando regresé, lo hice cargado de libros. Muchos libros muy baratos, la mayoría libros seleccionados de las ferias de ocasión. En resumen, mi primera y modesta colección de libros de poesía, una buena cantidad de libros relacionados con la carrera y un par de joyas que adquirí en la librería de la universidad y que bien me costaron el "capricho" del mes: el ensayo español del siglo XX y un libro sobre la Historia Intelectual del siglo XX, citados en alguna ocasión en este blog.

Las paredes seguían pintadas con Pinocho y Mickey Mouse; a partir de secundaria, demasiado infantiles para mi gusto. Un par de carteles, de "La vida es bella" y la "La novia cadáver" y algún que otro póster los tapaban parcialmente, pegados con blu-tack.

Sin entrar en situaciones personales, hace un mes tuve que volver a vaciarla, ya viviendo en la casa de mi abuela. No pensaba volver, pero tampoco pensaba llevarme el resto de mis cosas hasta que viviera de alquiler en algún piso compartido, libre de reproches u órdenes, los únicos dos modos discursivos que nunca faltaban en casa y prácticamente exclusivos.

No sé qué van a hacer con la habitación. Hasta donde sé, iban a quitar la cama. Probablemente vuelva a ser la salita que era antes de que yo naciera.

Ahora, mis cosas, la mayor parte de mi pequeña historia, están en cajas alrededor de la cama. Sigo viviendo en la casa de mi abuela, ya sin ella. Ya no tiene sentido (como antes tampoco lo tenía) que, si sigo viviendo en El Ejido, me traslade. Así están las cosas, en cajas.


Detalle


graffiti san valentin, grafiti amor, street art utopia


Ben Clark


La mezcla confusa. UP José Hierro. (2011)

Campus

Algo funciona bien en este campus.
Es la hierba.
No son los cuerpos tersos, tan perdidos
en la mañana obtusa del deseo.
No son estas palabras; no es el agua
de esta fuente maltrecha y ponzoñosa.

Es la hierba.

Crece sin esperanza y crece verde,
constante, compasiva.
Y hay veces que se eleva
y viaja entre carpetas y entre apuntes estériles
de asignaturas muertas. Es la hierba.
Dolorosa y paciente. Su embajada y su lecho.
La hierba verde y triste.
Oda a la juventud recién cortada.







Usted es un reconocido autoestopista. Cuéntenos alguna de sus experiencias.

La primera vez que hice autoestop en serio, es decir, la primera vez que hice autoestop, me di cuenta de que se parece mucho al proceso de escribir. Uno se enfrenta a la carretera, al folio, solo y a merced de lo que pueda ocurrir. Uno sabe que tarde o temprano avanzará, ¿pero cómo? ¿y hasta dónde? Viaje de Salamanca a Paris y ahora se me antoja la lìnea imaginaria como una especie de poema de cientos de kilómetros.


Fragmento de la entrevista en Letras Viajeras

¿De qué vive un poeta en el siglo XXI?

Desde luego de las instituciones no (ya no). Los poetas siempre han vivido muy mal pero muy bien, porque no querrían, en el fondo, vivir de otra forma. Hay que buscarse la vida, como todos. En ese sentido creo que los poetas somos muy normales. Yo no me quejo, porque hago lo que me gusta y de vez en cuando incluso gano algo de dinero con ello. Creo que quejarse es malo, siempre. En vez de quejarse hay que cambiar e impulsar el cambio. Eso ya es otra cosa.


[...]


¿Cuáles son tu referentes poéticos contemporáneos? (si es que los tienes).

¡Hola! Pues son muchos, Juan Antonio González Iglesias, Antonio Colinas, Abraham Gragera, Alberto Santamaría... Hay muchos.






Blog del autor