Cincuenta y tres personas de edad superior a la mía temblaban a mi alrededor, igual que yo, en la misma dirección que yo, las marcadas por las mismas grietas de la misma vía que recorro cada día para llevar a cabo eso que uno se empeña en llamar búsqueda.
Hacía poco tiempo que había vuelto de mis vacaciones y aún más desde que para mí ese término formaba parte de mi trabajo, de mi vida; había convertido mi tiempo libre en descanso para seguir con mi trabajo, y no me gusta.
Delante de mí, una pareja agitó su tema de conversación y comenzó a hablar sobre otra persona; al parecer una amiga de un joven de entre veinte y treinta años, con cierto tono alegre que invitaba a pensar que aún estudiaba y zapatillas deportivas, hablaba tranquilamente delante de mí, sin mirar demasiado a los ojos de su compañera de viaje; se había quedado embarazada. Tenía una amiga joven y embarazada. La pareja continúo hablando a medida que la conversación, naufragando inevitablemente en un tono entre la empatía y la compasión, se tornaba hacia un inevitable tabú. Casi sin darse cuenta terminaron hablando de la pérdida, el desengaño, la muerte. La búsqueda del comienzo lleva siempre al impacto del final y la búsqueda del final siempre lleva al milagro y naturaleza del nacimiento, así que decidí intervenir.
Me levanté de mi asiento, recordé por un instante a los vagabundos del metro y su voz de máquina expendedora martilleó y removió por un instante mis pensamientos, no sabía muy bien qué decir, pero lo dije.
- Por favor, escúchenme y no digan nada, miradme, ¡eh, existo! Miradme, -por fin me miraron entre sus temblores y mis dudas unas treinta personas- quiero que piensen en la edad que tienen, tú debes tener entre veinte y treinta años -dije dirigiéndome al joven que había estado hablando delante de mí-, ¿sabes cuánto es eso? Quiero que cada uno de ustedes sepa que la esperanza de vida en un país occidental como el nuestro es de 80 años aproximadamente, quiero que sepan que eso significa que han gastado al menos un cuarto de su vida, que mediten qué han hecho hasta ahora y, sobre todo, qué van a hacer con su vida a partir de ahora; no quiero dinero ni pollas, -culpa de la emoción- cuando lo hagan, no quiero que le tengan miedo a la muerte porque, en definitiva, es lo que da sentido a la vida, ¿qué haríamos con nuestra vida si no fuéramos conscientes de que acaba? Es más, ¿haríamos lo que estamos haciendo ahora? - el metro se detuvo en la siguiente estación pero, como era común a esas horas, no hubo muchos cambios, subieron dos personas y no bajó nadie, así que continué con mi discurso- Ya sabrán que el mundo necesita un cambio, que si hay tantos pobres es porque hay ricos que quieren que haya pobres, que hay grupos de poder, que la política es imagen y la imagen es dinero, todos lo sabéis, y no sé si no queréis verlo porque creéis que no podéis cambiarlo, pero no me creo que no lo veáis; la cuestión es que en lugar de intentar cambiarlo nos pasamos más de 11 años de nuestra vida viendo la televisión, y si fuéramos africanos, de media eso sería un quinto de nuestra vida... Tampoco pretendo asustarles, sólo quiero que sean animales sociales, imagínense un vagón lleno de cincuenta y cinco individuos de su animal favorito, águilas, vacas, monos,... mirándose sin abrir la boca; es cierto que no nos conocemos, pero tenemos más en común entre nosotros que con nuestro perro y más de uno estará pensando en dejarle la herencia... -una risa se escapó desde el fondo del vagón, junto a una señora mayor acorralada por un abrigo asfixiante y un gran colgante dorado del grosor de una soga; una señora poco común en esos ambientes- No soy quién para decirles esto, y quizás piensen que pretendo darles una lección y que no sé nada de la vida... y quizás tengan razón, pero al menos no se esfuercen en creer que son felices si no lo son, no se engañen a ustedes mismos, no lean en el metro para evadirse de la realidad, búsquense a ustedes mismos, piensen quiénes son y por quiénes son así.
Sin saber muy bien qué acababa de decir y perdida por completo la noción del tiempo había llegado a mi parada; era seguro que llegaría tarde a clase, así que no sabía muy bien qué hacer. Los que me habían escuchado seguían mirándome, como esperando a que continuase hablando, entonces la puerta de mi izquierda se abrió dejando entrar una corriente de sótano.
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