A veces no sé qué pretendo con todo esto, supongo que vivir de cómo escribo aquello sobre lo que quiero escribir.
Un profesor nos cuenta que de pequeño era el típico gafitas empollón. Nos reímos mucho con él. Yo fui el niño que lloraba casi todos los recreos, al final llegaba mi hermana, me preguntaba y quería estar solo; en uno de los pocos recuerdos que conservo de mi guardería estoy llorando toda la mañana en un banco, pensando rodeado de un inmenso bosque de una fila de arbolitos, y no quería moverme ni dejar de llorar... A veces sólo necesito eso, estar solo y que me dejen llorar...
No sé cómo me las ingeniaba, pero siempre era lo mismo, lo de llorar digo. Nunca me pegué con ningún niño, y se podría decir que esos fueron mis primeros contactos con el género opuesto. Era un sentimiento de incontenible fragilidad o una buena patada en la entrepierna lo único capaz de hacerme llorar. Aún no me he peleado con nadie y tengo un poco más de tacto.
Poco a poco lo fui dejando. Se podría decir que lloro menos de veinte veces al año, que no está nada mal, pero sé que aún quedan unas cuantas razones que cambiarán para siempre mi vida, espero que no mi forma de vivirla. Es lo único que hago desde que aprendí a escribir, escribir. Aunque sólo sea para no mojar la almohada.