Sin saber cómo, sin apenas palabras, acordaron verse al día siguiente para discutir sobre el tema del trabajo. La clase había terminado pero continuaba sumido en una especie de nube de silencio que le rodeaba, que rondaba a su alrededor como una caricia indeleble, una textura cálida y suave de indescriptible naturaleza, un suspiro leve en las mejillas parecido a aquello que debía de ser la felicidad.
No sabía cómo, pero de repente una sensación de alegría me revolvió el estómago: satisfacción, orgullo, dignidad. Había hecho lo que debía a pesar de que no sabía muy bien qué significaba; al fin y al cabo, no había sido más que una demostración de mi propia personalidad, de cómo quería ser, de cómo sería, de cómo soy.
Llegó el profesor de la siguiente clase. Tuve que preguntarle a una compañera en dirección a su asiento en las primeras filas cuál era el tema de la sarta de estupideces con la que llenaría su tiempo, cuánto nos escupiría verbalmente hoy ese tipo de traje gris. No sabía qué asignatura enseñaba pero conocía a cada uno de mis profesores y la ilusión parecía haber sido despedida definitivamente en sus ojos (imagino que por absentismo), que quedaban aplastados debajo de aquella calva resbaladiza, con algunos pelos grises a un lado y otro de la cabeza sobre unas orejas puntiagudas sujetándole las gafas, negras. Siempre limpias aunque su mirada no parecía necesitarlo. Abrí el cuaderno, dejé un oído alerta por si se le ocurría hacer bien su trabajo durante alguna frase y comencé a escribir. Así fue como llené mi tiempo.
Mi amiga, de la que hablé antes, me miraba de vez en cuando, a mitad de su recorrido por cada uno de los monótonos especímenes de aquella clase, aburrida. Disimulaba prestar atención bastante mejor que yo, aunque no apuntaba las verdades copiadas de las diapositivas. Probablemente era de las pocas personas inteligentes allí, de las que sabían que tarde o temprano el profesor cedería en su terquedad y las colgaría en internet, o bien las conseguiría de algún compañero. No era una aprovechada, se podría pensar que si todos hicieran lo mismo sólo trabajaría uno; pero no, simplemente esperaba a que la gente se diera cuenta de su egoísmo para proponer trabajar en equipo... No era como yo. En el caso de que hubiera mala suerte, que no había ocurrido hasta ahora gracias a su capacidad natural para hacer amigos, no quedaba otra que buscar en la bibliografía; esa página que decía que le gustaba guardar en un buen lugar porque le hacía pensar en el futuro. Le gustaba imaginar que tendría tiempo para leer alguno de aquellos libros, o incluso que algún día le sería necesario por alguna cuestión laboral. Le gustaba imaginarse pasando hojas repletas de inquietudes y sabía bien que esos libros podrían resultar infinitamente más interesantes que el discurso de aquel hombre tosco y apagado. Era otra ilusa cansada de un presente extraído infinitas veces de su pasado más reciente.
A mitad de una poesía una nota me hizo saltar del papel. La había lanzado ella, como en un intento de divertirse retomando gestos de la infancia. Era algo sumamente pueril y que, por supuesto, no compartía. Cogí la nota y la lancé a la papelera. Canasté. Y continué por donde iba
"...
jardines colgados de flores de tallo dorado,
ventanas con marcos de viento huracanado que dan a luces
amaneceres desbocados en besos de horizontes azules,...
amor es el nombre equivocado."
No sé por qué el amor era uno de los temas centrales, aún cuando había empezado a desaparecer de mi biografía por razones tan extensas que no sería justo compartir. Nunca supe qué ponía en aquella nota. Ni me importa.
El final de la clase dejó escapar unos cuantos bostezos y el rugir de varios folios volviendo a encontrarse sobre innumerables escritorios, al unísono. Cerré mi cuaderno, guardé el bolígrafo y salí de clase. Lucía, la amiga que aún no había bautizado, había salido antes que yo y ya estaba esperándome. Sin hablar demasiado nos dirigimos al metro. No hacía demasiado frío, un viento suave removía el polvo de las hojas más altas y animaba al verde a ocultarse una estación más bajo la protección de los irreductibles troncos.
- Entonces, ¿de qué hacemos el trabajo?
- No lo sé. Elige tú.
- Te había propuesto una idea en la nota, pero la has tirado.
- ¡Ups! No sé, imaginaba que sería algo menos importante...
- ¿Menos importante?¿Como qué?
- Pues no sé... - empecé a inventarme algo para reducir el ritmo de la conversación, que extrañamente empezaba a hacerme sentir acorralado- La última nota que me escribieron fue una declaración de amor...
- ¿Tanto miedo le tienes?
Es en estos momentos en los que uno empieza a pensar que es estúpido, es más, reconoce su imaginación como una trampa que le enfrenta a sí mismo, que lo deja desnudo ante su vértigo, al borde de un acantilado psicológico. La culpa no había sido de ella... simplemente le había puesto a huevo una pregunta que me comprometía y, por tanto, nos comprometía a ambos; era una pregunta que de una manera u otra hacia inevitable que nos conociéramos.
- No...
En seguida notó la duda: lo dije en voz baja, agaché la cabeza, miré hacia otro lado e intenté acelerar un poco el ritmo, pero viendo que no me seguía, lo reduje para no parecer huidizo... mi lenguaje no verbal me delataba, una vez más.
- Pues no lo parece... ¿Sabes lo que creo?
- No me interesa- le dije antes de darle tiempo a contestarse a sí misma- entiendo que la clase ha sido muy aburrida pero, ¿no te parece que nos hemos ido alejando del tema?
- Es cierto, pero me gustas. - durante un instante deseó retroceder en el tiempo, pero al instante siguiente parecía absolutamente convencida de lo que acababa de decir.
Ya os lo podréis imaginar: silencio.
- Y eso...
Pasos y más silencio.
- Creo que lo mejor es que haga el trabajo yo solo.
- Lo entiendo, no pasa nada...
Los dos sabíamos que "nada" era lo último que pasaba por nuestras cabezas en aquel momento (y tampoco ella sabía inglés), pero ambos acordamos una especie de tregua, preferimos permanecer callados hasta el lugar en el que se separarían nuestros caminos, como cada día. Ese "cada día" tomaba fuerza al mismo tiempo que se reducía el ritmo de mi aparente huida; al fin y al cabo, sus palabras sólo confirmaron lo que ya intuía y no tenía ninguna prisa; sus palabras me habían descolocado un poco por lo brusco del momento y el lugar, pero no dejaban de ser sólo eso, palabras.
- No te preocupes por nada, me gustan los trabajos de tema libre, me permiten centrarme en lo que me gusta, cuando lo termine pondré los dos nombres y ya está.
- ¿Y no me dices nada sobre lo otro?
- Lo siento pero ya te habrás dado cuenta de que soy un solitario...-la miré y sonreí.
- Pero escribes sobre el amor...
...
sábado, 13 de marzo de 2010
Excusa
“La Utopía está en el horizonte. Me acerco dos pasos, ella se aleja dos pasos. Camino diez pasos y el horizonte se desplaza diez pasos más allá. ¿Entonces, para qué sirve la utopía? Para eso: sirve para caminar”
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