lunes, 28 de diciembre de 2009
Hermanos
El rotor tiembla de frío debajo del capó del camión, que carraspea sin cesar como intentando despejarse el tubo de escape, desgastado; está un poco descolgado y después de cada bache deja su marca sobre el camino de tierra. Es un camión viejo.
Papá me lo regaló al cumplir los 18 años, dos días antes de morir en un accidente de tráfico. La modesta moto quedó literalmente destrozada a los pies de un árbol no demasiado joven, de apenas 40 años; pero al contrario que los hombres, los árboles acumulan su fuerza con el paso de los años, es ése el coste de su patria inamovible (justo lo que hay entre y debajo de sus raíces).
A menudo creo que este camión eran las raíces de mi padre. Cada mañana, de la misma manera en que esta misma estoy cargando su lomo de sacos de trigo y cebada (las ideas de las raíces); lo hacía mi padre, también con las manos agrietadas por el frío e indolentes al compás de la risa pícara y a la vez cómplice que sale del férreo rictus del respiradero del camión, cada mañana de su vida. Son las raíces de mi padre. Mi padre no escribió nada, nunca aprendió a leer ni a escribir; en sus ratos libres hacía cestos, felpudos, zapatillas,... todo a mano. Sus dedos delgados acabaron pareciéndose al esparto como el espejo termina pareciéndose a uno de dejar de mirarse. Cuando murió apenas quedaron palabras suyas, sólo movimientos.
Un día más, en mi percepción del mundo como una inmensidad de varios horizontes (no he salido jamás de mi país) creo que el camión aún lo añora entre estertores metálicos, incluso creo que habría deseado enfrentarse a ese árbol al borde de la carretera 203, la carretera donde lindan dos idiomas adversos con igual clima. Era su primer viaje mitad huida, mitad encuentro consigo mismo. Murió en el centro.
Sé que aún llora su viejo camión como lloro yo. Su ausencia, la impotencia de óxido y algunos tornillos flojos por el abandono de mi padre le han otorgado de un carácter terco y bravucón, pero sigue siendo delicado y tierno en su mecanismo... La inexistencia de una mísera carta de despedida ha dejado un reguero de vacío inmaterial en nosotros difícil de dislumbrar en medio del camino, estamos perdidos justo encima de su sombra. Somos dos raíces incapaces de palpar la esperanza sobre un recuerdo que emerge de la tierra a cada paso.
Aún lloramos su pérdida, juntos como hermanos.
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