En esto han convenido todas las naciones, o todos los hombres, y sólo se han diferenciado en la especie de recreos. Los atenienses, cuyo carácter era dulce y humano, jamás admitieron en su ciudad espectáculos sangrientos. No faltó quien les quisiese persuadir adoptasen
el espectáculo de los gladiadiores (
.pdf) para no ceder ni aun en este a
Corinto, que daba emulación a su República, pero tuvieron un
Demonax (
filófoso griego del siglo I) cuyo dictamen hizo mucho honor a la Filosofía, y debe hacerlo a la humanidad. "Destrozad antes (les dijo) los Altares que ha más de mil años erigieron vuestros padres a la misericordia".
Los Griegos, naturalmente guerreros y dedicados a formar el cuerpo y el espíritu de su juventud, introdujeron y honraron varios juegos que sirviesen a fortificarle y hacerle más robusto para la fatiga y más firme y activo en los combates, en que habiendo de llegar a los brazos decidían de la victoria, la agilidad o la fuerza. Tales eran los
juegos olímpicos, píticos, ístmicos, y nemos, cuyos combates, aunque no del todo ajenos de peligro, llegaban raras veces a ocasionar la muerte y ejercitaban siempre la destreza y el vigor.
Los romanos, casi de tiempo inmemorial, tuvieron la bárbara costumbre de sacrificar los prisioneros de guerra a los Manes de los grandes hombres muertos en las batallas.
Pareció bárbaro con el tiempo sacrificar estos cautivos como unas bestias, y se instituyó que combatiesen unos contra otros, para que ejercitando cada uno su valor y destreza, tuviese medio de conservar la propia vida al coste de quitarla a su adversario. Esta costumbre, in duda menos inhumana, y que vieron por la primera vez los Romanos en el funeral que
Marco y
Decio Bruto hicieron a su padre, era ya antigua en Italia, y en la
Campania se solemnizaban convites con este horrible recreo. En los principios sólo se daba al pueblo el espectáculo de los gladiadores en los funerales de los hombres ilustres. Hízose después costumbre, y hasta los particulares dejaban señalado en sus testamentos el número de gladiadores que habían de combatir después de su muerte.
Empezó por tristeza y dolor, y con el discurso del tiempo vino a ser la más agradable diversión del Pueblo Romano, que concurría a este combate en número y con una prisa increíble. En efecto, era preciso haber renunciado a todo sentimiento de humanidad y de compasión para ver con ojos enjutos correr la sangre de sus semejantes, y mucho más para hallar placer en tan odioso espectáculo; pero tal es el corazón de los hombres y tal la fuerza de la costumbre. Los corazones de los romanos parecían insaciables de sangre, y ciento y veinte y tres días consecutivos, en que
Trajano dio al Pueblo este funesto recreo, y en que vio Roma diez mil gladiadores destrozados sobre la arena (
combatieron 10.000 gladiadores contra 11.000 fieras), no bastaron a apagar su sed de sangre humana.