Ya casi está :)
Ahora es cuando estoy empezando a ser completamente consciente de lo que ha significado el reto de publicar un libro. He puesto al límite mi propia personalidad y me he enfrentado a varias concepciones que debían ser y han sido bien asimiladas antes y durante el enfrentamiento que supone para mí el mero hecho de escribir.
Empiezo a ser consciente de que soy un líder nato. Lógico si tenemos en cuenta que soy un solitario. Soy mi propio líder, me baso en mi mundo para decidir qué me hace más feliz en cada momento y, si tengo la oportunidad, lo hago. ¿No es lo que debería hacer todo el mundo? Somos individuos al fin y al cabo... Aún así, ello me posiciona ante diversos dilemas, límites, fronteras de mi realidad que pueden no ser compartidas y autocrítica, mucha autocrítica.
Los principales límites a los que he enfrentado mi personalidad han sido dos: el que separa la ambición de la codicia (la humildad es la única cuerda que evita el golpe), y la que divide la confianza en mí mismo y en mi ignorancia de la temeridad (aprender es la única opción). La voz hace tiempo que dejó de temblarme. Soy joven, soy mi propio límite.
Respecto al libro, me he enfrentado a dos escalas.
A escala global, a la hora de organizar las poesías en varias categorías. Partiendo de que cada poesía resultaba en un principio inclasificable, el orden ha sido cuestión de opiniones externas y diversas notas mentales, que me han ido ayudando durante todo este proceso que va durando ya casi un mes.
La escala individual ha sido la más difícil de superar. Partimos de que he escrito mucho, y he tenido que seleccionar muchas (aún no sé ni cuántas poesías son en total), y esas muchas han sido escritas desde hace tres años hasta hoy (más o menos)... y durante ese período hemos cambiado mucho, yo y mi poesía. Dicho esto, ¿qué hacer? ¿Dejar las poesías tal y como vinieron al mundo o recolocar, añadir ciertas piezas que las enriquezcan sin hacerles perder su naturaleza primigenia?
Debido a las grandes diferencias que presentaban las escritas con más anterioridad y las más actuales, decidí intentar transportar las pasadas a mi presente al mismo tiempo que, no sé si a propósito, iba dejándome atrapar por un perfeccionismo abstracto, que a su vez me iba conduciendo irremediablemente a una espiral de insatisfacción. Tuve miedo. Tuve que descansar.
Hace poco encontré la clave: voy a hacerlo lo mejor que pueda.
En este sentido podría decir que una poesía es como una rosa: su tallo nos guía hacia la flor, pero hay espinas que nos van rasgando la piel y nos despiertan los sentidos. El tallo no debe ser ni demasiado largo ni demasiado espinoso, pues no debemos olvidar que es la rosa lo que busca la inocencia. Sí, escribo para las inocencias, incluida la mía. El tallo también puede presentar algunas hojas, que den verde a los poemas más largos para respirar el mismo aire que respira la flor y tomar luz del sol que la vio nacer. Puede pensarse que una vez dicho esto, lo más difícil es la flor: mentira. La flor dependerá de lo fuerte que sea su tallo, de las hojas por las que respire y del olfato de la inocencia. El único desafío del poeta es el camino, el aroma únicamente puede aportarlo la naturaleza.
Y como en un bonito jardín todas las plantas deben estar en flor, independientemente de su talla (el buen jardinero es el que ayuda a la planta a ser más planta, no el que la humaniza), durante este mes me he pasado horas y horas mimando cada una de las flores para conocerlas perfectamente antes de atreverme a colocarlas definitivamente en mi pequeño gran jardín; y creo que ya se han ganado ser eternas.
Se acerca el turno de lo incontrolable.