Era la primera vez que veía el interior de aquel aparato. Acababa de comprar el diseño y
la impresión duró aproximadamente media hora. Apenas ocupaba el espacio de uno de esos
frigoríficos de la época contemporánea que ocupaban los barrancos y alguna que otra tienda de antigüedades especializada en el siglo XX.
En su interior, en la base había una nota en la que ponía "Tierra aquí". En principio cualquier tipo servía, aunque la industria de fabricación terrestre ya se encontraba en las manos de unas pocas empresas y, sin duda, los resultados eran mucho más satisfactorios para ambas partes. Decidió probar con abono producido a partir de los
desechos de la cena.
Esparció la tierra, puso una semilla de lechuga y, según el manual, había que "humedecer copiosamente la tierra". Una botella de oxígeno con un difusor automático y un mecanismo para controlar la calidad del oxígeno y la máquina haría el resto. No había ningún cristal en la puerta que le permitiese verlo. Cerró la puerta herméticamente, pulsó el botón dos veces: 30 segundos más tarde, abrió la puerta después del aviso de rigor.
Allí estaba, una lechuga perfectamente madura sobre una tierra absolutamente desértica. Aquel invento realmente merecía la pena. ¿Para qué comprar verduras cuando podías plantarlas y recogerlas tú mismo en apenas medio minuto, sin riesgo de plagas?
Después de descifrar la fórmula de la gravedad, jugar con el tiempo era una cuestión científica. Una nueva posibilidad tecnológica. Había escuchado que también estaba empezando a utilizarse en animales, aunque la velocidad debía ser menor y mantener el suministro de pienso y agua a un ritmo constante.
En cuatro minutos, la ensalada estaba lista.
(Jugando, todavía, a la ciencia ficción)