Al empujar la puerta, desterró la capa de aire templado que cubría la superficie exterior. El brusco descenso de temperatura la arrastró por el paso de peatones hasta que sus moléculas se esparcieron por todas partes. En la esquina, un chino bajito con los ojos rasgados (chino) exponía su exclusiva selección de cerveza "flía" (traducción:
congelada como su puta madre) sobre una caja de madera, astillándose de frío.
Un hombre salió del bar. El chino, desmotivado por lo silencioso de la madrugada de miércoles, vio en este acto una oportunidad perfecta para posicionar su mercancía. Descogeló su mejor sonrisa, pero la tribu de los flyers estaba preparada.
El chino levantó la mirada y se disponía a ofrecerle una "celveza". Habían tomado los balcones y bajaron con arneses destrozando un par de maceteros. "¡Jerónimo, los geranios!", sería la letra del cacareo que despertaría a Jerónimo la mañana siguiente.
El hombre, con experiencia en técnicas de venta, acosado por los hombres armados con cartoncitos de colores, abrumado ante el evidente vértigo que sufría uno de los "asaltantes", que se balanceaba en el aire mientras dos más intentaban sujetarle; continuó calle arriba, riendo para sí mismo.
El chino, estupefacto, no había tenido tiempo de reaccionar. Su sonrisa se había congelado y no podía volver a su cara de chino serio, pero estaba preocupado, había descuidado el estudio de la competencia. Estaba indefenso.
La única solución era aprovechar aquel espacio desértico antes de que la tribu de los flyers volviera a preparar otra emboscada, declararles la guerra.