El bolígrafo giraba como la hélice de un helicóptero sobre su mano. Intentaba concentrarse en no estar nervioso. Había comenzado a creer en sí mismo después de haber convencido a su madre por teléfono a que hiciera su deliciosa tarta de manzana de postre para la cena; ya tenía el premio asegurado. Necesitaba terminar de creer en sí mismo, era un momento de vital importancia, por fin se disponía a comenzar su libro. El libro de su vida.
Estaba seguro de que iba a ser lo mejor que escribiría en su vida. El sudor de la frase "será lo mejor que escribiré en mi vida" se escapaba con la fragilidad de una lágrima a regañadientes a lo largo y ancho de su ceño fruncido. No dejaba de girar el bolígrafo sobre su mano.
Primero escribiría sobre su infancia, sobre el dinosaurio de plástico que había sido su único amigo durante tantos años y que probablemente llevaba varios lustros durmiendo en una caja de cartón en un almacén, rodeado de objetos sin memoria; sobre los largos viajes en barco capitaneando un viejo juego de bolos en el que los puertos de llegada y salida eran siempre el solitario centro de la habitación.
Empezaría con un "Érase una vez..."; "¡no!, "demasiado clásico", pensó; acarició la piel del papel suavemente en busca de algún minúsculo relieve que le inspirara algo mejor... "Todo comenzó una mañana...", tampoco, no recordaba con exactitud la hora de su nacimiento. "¡Mamá! ¿A qué hora nací?", gritó desde su asiento.
Estaba solo en casa y lo sabía, pero hasta el último momento mantuvo una fe ciega en que no había escuchado entrar a su madre en casa. Sus palabras eran de auxilio, de náufrago, saladas. Estaba solo, encallado delante de un papel en blanco, con un bolígrafo con la capucha puesta dándole vueltas alrededor de la mano... solo...
Sin saber en qué momento debía besarla.