lunes, 1 de marzo de 2010
Clima: ¿Qué nos queda? (III)
Una vez dicho lo anterior, ¿qué nos queda?
En realidad, la base de la contaminación no reside tanto en los recursos materiales, que también, sino en el alimento que nos ha permitido crecer tanto demográficamente en apenas 200 años, la energía.
Siempre podemos recoger las botellas de vidrio del suelo después de un incendio y replantarlo, el tiempo y las protectoras de animales autóctonos harán el resto; también podemos coger las bolsas de plástico del mar a pesar de haber sido la condena de cientos de tortugas, que las confunden con las medusas. Aunque parezca que sólo nos acordamos de estos organismos marinos pelágicos cuando pican a nuestros hijos en las playas, es la consecuencia el acaparador del debate y no la causa: año tras año su población aumenta debido a la desaparición de sus pacientes depredadores.
Sin embargo, los gases invernadero que genera la industria no son tan fáciles de recoger. En este caso, es la propia naturaleza la que se encarga de autorregularse, y es el fitoplancton, unos pequeños microorganismos invertebrados y vegetales, el "bosque marino" que absorbe la mayor parte del CO2 que cada fábrica de cada ciudad de cada país emite a la atmósfera; el problema es el ritmo.
Sin embargo, el descubrimiento en los años 90 por parte del oceanógrafo y capitán de barco, Charles Moore, de la "isla de plástico", de las 100.000.000 de toneladas de residuos plásticos acumulados en una superficie de 1.000.000 de m2, superior a dos veces el territorio de España, en el Pacífico, en el norte de las islas de Hawaii, debido a las corrientes marinas y se estima que pueda afectar "a unas 300 especies marinas, que incluyen el 86% de tortugas marinas, el 45% de las aves y el mismo porcentaje de mamífero marinos". Lo malo es que "se estima que el 70% de los desperdicios se hunden al fondo del océano, de modo que, de recuperarse, sólo podría ser lo que aún flota. Por otra parte, según explica Doug Woodring, es difícil atrapar la basura sin capturar criaturas marinas". Y lo peor es que esta gran masa de bolígrafos, cepillos de dientes, pajitas, bolsas de plástico,... productos 100% no biodegradables, se encuentra en aguas internacionales, por lo que ningún país quiere hacerse cargo de este problema que, tarde o temprano, terminará en nuestro plato...
Pero más allá de los problemas que sólo pueden solucionar los gobiernos, ¿cómo podemos ayudar al medio ambiente de una manera efectiva? Reciclar es una buena opción para ralentizar el proceso, pero no funcionará por sí sola. La principal opción en la mano de los ciudadanos es el ahorro energético: apagar las luces que no sean necesarias, utilizar bombillas de bajo consumo (invito a los gobiernos a subvencionarlas para reducir su precio), apagar la televisión desde el aparato (no dejar el pilotito rojo encendido), es más, no usar tanto la televisión; instalar placas solares en el hogar y, si no se puede, utilizar aparatos de captación de energía solar para cargar la batería del teléfono móvil... Hay mil opciones posibles y millones que aún no se le han ocurrido a nadie... A fin de cuentas, nuestra supervivencia dependerá siempre de lo mismo: el conocimiento, la humildad y, cómo no, la imaginación.
Alzheimer
La enfermedad del olvido
Sabía que llegaría tarde,
por eso su maldición rompió los relojes de la casa
y los enterró en el jardín,
así el perro no olería los segundos muertos,
así todos sospecharían de ella.
Ella se detuvo a descansar en un banco del parque,
no era condena el peso de los segundos
besando su nuca de porcelana;
nada se movía, todo se desplazaba,
no se entrecortaban las remadas de los patos
ni las ondas del lago se extinguían en las líneas del fondo,
no había veinticuatro fotogramas para todo,
era todo flujo. No pestañeaba.
Recuperó la infinidad robada por la muerte sentada en ese banco,
en ese mismo parque,
dejando que el crujir de las hojas convirtiera en oxígeno su sensación de desgracia,
su pasado que ya no era, su futuro que ya no sería,
su historia que se diluía gota a gota en un océano de ignorancias.
No se hacía tarde, el cielo palidecía;
el sol bajaba su temperatura y su sombra se hacía grande,
arrugada. Un gran ojo de fuego penetrando en la tierra,
devorado por las enormes fauces de dientes montañosos que debía de ser el horizonte.
Nunca más llegaría tarde.
El amenazante sigilo nocturno se encargó de invitarla a volver a casa;
cansada, somnolienta, arrastró la verja entre ladridos.
Su Toby, un perro cualquiera, aún con caricias atrapadas en la memoria
recorría nervioso el jardín de un lado a otro,
aleatorio;
fue entonces cuando, retozando entre sus piernas,
descubrió la extinción de la mirada de su compañera.
Un girasol sobresalía de entre los rosales y geranios cabizbajos,
enorme sobre tierra revuelta,
como un huracán de famélicos sonidos de palabras a medias,
tendiendo su fortaleza impenetrable a la luna extraña,
armado con agujas de reloj como dientes de plata.
Pronto comenzaría a comerse a soledades los árboles, la casa, las caras...
los nombres, los significados de su vida, a ella.
La suya
era la enfermedad de los recuerdos.
Nunca más vería el presente vivo ante el espejo,
no importaba ya la dirección de sus pasos,
las salidas quedaron huérfanas de destinos...
Nunca más llegaría pronto.
Nunca más volvería a sentirse esperada.
SpNt2005 - 19/2/2010
Sabía que llegaría tarde,
por eso su maldición rompió los relojes de la casa
y los enterró en el jardín,
así el perro no olería los segundos muertos,
así todos sospecharían de ella.
Ella se detuvo a descansar en un banco del parque,
no era condena el peso de los segundos
besando su nuca de porcelana;
nada se movía, todo se desplazaba,
no se entrecortaban las remadas de los patos
ni las ondas del lago se extinguían en las líneas del fondo,
no había veinticuatro fotogramas para todo,
era todo flujo. No pestañeaba.
Recuperó la infinidad robada por la muerte sentada en ese banco,
en ese mismo parque,
dejando que el crujir de las hojas convirtiera en oxígeno su sensación de desgracia,
su pasado que ya no era, su futuro que ya no sería,
su historia que se diluía gota a gota en un océano de ignorancias.
No se hacía tarde, el cielo palidecía;
el sol bajaba su temperatura y su sombra se hacía grande,
arrugada. Un gran ojo de fuego penetrando en la tierra,
devorado por las enormes fauces de dientes montañosos que debía de ser el horizonte.
Nunca más llegaría tarde.
El amenazante sigilo nocturno se encargó de invitarla a volver a casa;
cansada, somnolienta, arrastró la verja entre ladridos.
Su Toby, un perro cualquiera, aún con caricias atrapadas en la memoria
recorría nervioso el jardín de un lado a otro,
aleatorio;
fue entonces cuando, retozando entre sus piernas,
descubrió la extinción de la mirada de su compañera.
Un girasol sobresalía de entre los rosales y geranios cabizbajos,
enorme sobre tierra revuelta,
como un huracán de famélicos sonidos de palabras a medias,
tendiendo su fortaleza impenetrable a la luna extraña,
armado con agujas de reloj como dientes de plata.
Pronto comenzaría a comerse a soledades los árboles, la casa, las caras...
los nombres, los significados de su vida, a ella.
La suya
era la enfermedad de los recuerdos.
Nunca más vería el presente vivo ante el espejo,
no importaba ya la dirección de sus pasos,
las salidas quedaron huérfanas de destinos...
Nunca más llegaría pronto.
Nunca más volvería a sentirse esperada.
SpNt2005 - 19/2/2010
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