El poema no se escribe, se alumbra
José Ángel Valente.
José Ángel Valente.
Todo ser humano tiene derecho a vivir de lo que mejor sabe hacer.
Éste es de los pocos derechos amparados por el sistema capitalista, y que además de favorecer al propio sistema, aumenta las posibilidades de supervivencia y la calidad de vida del trabajador que ha desarrollado sus facultades por esfuerzo propio.
A partir del anterior párrafo comencé a descubrir mi enfermedad. No es que tenga mejores o peores facultades, es que sólo tengo una: crear.
Comenzaré desde el principio.
Mi madre, nada más conseguir desarrollar mis facultades comunicativas, comenzó a martillear mi por entonces pequeña cabecita con órdenes, en su mayoría dirigidas a mantener la casa medianamente limpia. Más allá de que nunca lo consiguiera según su criterio (su vista siempre será más aguda que la capacidad del trapo de retener el polvo), mi madre descubrió bastante pronto uno de mis más evidentes (de los muchos) defectos: la pereza.
Un grave problema. Era cierto.
Por fortuna, mi profesor de primaria nos daba la oportunidad de terminar los ejercicios para casa los últimos diez minutos de cada clase. Gracias a ese pequeño detalle aprendí que diez minutos dan para mucho: para una tarde entera sin deberes. Las tardes las pasaba frente a la televisión, escribiendo cuentos en un ordenador de un giga de disco duro, cambiando y cambiando los versos de un solo soneto o copiando un artículo de la enciclopedia sobre el Namib con la máquina de escribir eléctrica de mi madre. Tendría unos ocho años.
Era cierto. Soy un vago.
A medida que mi cabecita iba acercándose peligrosamente al marco de las puertas, aumentaba el número de palabras que había escrito. Más tarde empecé a grabar cortos y, de repente, ante mí pude vislumbrar la Gran Verdad: sólo me esfuerzo para lo que me interesa(es mentira, mi madre está cansada de repetírmelo). Esto a secas no es malo, pero si lo que interesa es crear, no es malo, es peor.
¿Menuda estupidez?
El leñador vende leña, el publicista negocia con necesidades, el transportista cambia cosas de sitio, el dependiente del súper registra el consumo, el banquero cambia el dinero de cartera (y se queda un poco),... pero siempre me he hecho esta pregunta: ¿cómo se transforma una poesía en un plato de comida?
Mis intereses van poco más allá del autoconocimiento y, en algunos pocos casos, la autocomplacencia. El público es tan ajeno a mi obra como lo soy yo mismo. Y si una poesía mía vale algo, estaremos de acuerdo en que su valor es incalculable. Un poema, al igual que una canción o una película que pueda ser incluida dentro del movedizo campo del Arte, no tiene precio (aunque el sistema se empeñe en ponérselo)... porque un sueño, un deseo, una idea, una verdad, una mentira, un amor,... tampoco lo tiene... Y a diferencia de la leña o de las marcas, un poema mantiene su esencia, su fragilidad, a lo largo del tiempo y de los corazones.
¡Ya está!¡El libro!
Míralo, por ahí viene... agarradito de la mano de © ¡Ups! Los derechos de autor. ¿Contratos? Sí, contratos.
Al parecer, © y el autor se conocieron gracias a la reina Anne de Inglaterra, allá por 1710. La alcahueta encargada y principal culpable de su unión: la imprenta. Ella fue el milagro que transformó un banquete para quinientas personas manuscrito en piel de cordero en un millón de mendrugos de pan dispersos por el mundo. Cierto es que calmaban el hambre por igual al lector, sin embargo, era difícil mantener la bolsa de los mendrugos sin romperse... y siempre aparecía algún ladronzuelo dispuesto a aprovecharlo, no sólo para comer un par de horas, sino para hacer otro millón de mendrugos que, con su venta, le permitían comer hasta varias veces al día. Y estaremos de acuerdo en que no es justo lucrarse gracias a la receta de otros.
Hasta aquí la lección de Historia. Imagino que todos, llegados a este punto, hemos comprendido de sobra la importancia para alguien como yo, que quiere vivir de lo que escribe, de ser amigo de ©.