Tocan a la puerta. Nadie quiere abrir. Todo apunta a que un pomo comenzará a girar en breves instantes. Nadie quiere mirar.
No gira.
Ni gira.
Se aprietan las mantas contra dientes y algunos ojos se cierran, los párpados se arrugan. Van a entrar. Y lo saben. Tarde o temprano. No recuerdan si era una pared lo que quedaba a sus espaldas, pero su inmovilidad la convierte en atrezzo innecesario. Sigue sin moverse el marrón de la puerta, ni el dorado redirige a nuevos puntos la luz. No se mueve el pomo, ni las cuencas de los ojos.
Tocan a la puerta.
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