jueves, 24 de junio de 2010

Preludio

Paseó un tiempo sobre el espacio, enorme una vez alejada cualquier limitación textil. Observó el parpadeo de una de las luces aéreas y se acercó al asiento. Se sentó despacio, suave. Agitó las partituras para despertar los sonidos; se hizo notar, inmóvil, cada falange, falangina y falangeta de cada dedo de cada una de sus manos, mientras, seguía siendo silencio.

Comenzó a pulsar y siguió de corrida, con un sentimiento vivo recorriéndole los dedos, subiendo por los brazos, extendiéndose por su cuerpo que había dejado de estar. Había comenzado a ser.

Cuando vio de cerca el final al que su buena memoria le conducía inevitablemente, dejó de tocar y alejó su tacto de aquel aparato horrendo. Maldijo una y otra vez a aquel piano, a sus cuarenta años, su futuro desbocado ajeno a un presente de tragedia,... hasta que miró a su alrededor.

Todo estaba lleno de silencio, sus ojos húmedos callados. Las orejas de su público estaban llenas de bocas cerradas. Se levantó de la silla, despacio, suave como un fantasma. Con los dedos manchados de una tinta que jamás se atrevió a palpar, continuó limpiando el escenario en el que aquella misma noche se interpretaría la gran obra brillante y muda que su imaginación, sorda, no había sido capaz de atravesar. Mientras fregaba, las butacas seguirían clavando sus miradas en él, en sus manos, desiertas...


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