[...] Pero para mí la Enciclopedia Larousse lo era todo. Cogía un tomo al azar, detrás de la mesa, en el penúltimo estante, A-Bello, Belloc-Ch o Ci-D, Mele-Po, o Pr-Z (estas asociaciones de sílabas se habían vuelto nombres propios que designaban a los sectores del saber universal: estaba la región Ci-D, la región Pr-Z, con su fauna y su flora, sus ciudades, sus grandes hombres y sus batallas); yo lo ponía con mucho esfuerzo sobre la carpeta de mi abuelo, lo abría, descubría a los verdaderos pájaros, cazaba verdaderas mariposas posadas en flores verdaderas. Estaban allí, personalmente, ho mbres y animales: los grabados eran sus cuerpos; el texto era su alma, su esencia singular; en el exterior se encontraban vagos esbozos que se acercaban más o menos a los arquetipos sin alcanzar su perfección; en el Jardín de Aclimatación, los monos eran menos monos, en el Jardín del Luxemburgo, los hombres eran menos hombres. Platónico por estado, yo iba del saber a su objeto; encontraba más realidad en la idea que en la cosa, porque se daba a mí antes y porque se daba como un cosa. Encontré el universo en los libros: asimilado, clasificado, etiquetado, pensado, aún temible; y confundí el desorden de mis experiencias librescas con el azaroso curso de los acontecimientos reales. De ahí proviene ese idealismo del que me costó treinta años deshacerme.
Fragmento de Las palabras, de Jean Paul Sartre
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