Decidió no moverse, sabía que podían hacer cualquier cosa en cualquier momento. Era inocente, lo sabía, pero quizás sea la mayor causa por la que uno deba sentirse culpable, el hecho de sentirse inocente en mitad de semejante panorama, no ser culpable de intentarlo, seguir trabajando en silencios y haber obtenido a cambio una sonrisa del destino. Ese era su mayor pecado, seguir vivo y feliz al mismo tiempo. Era un anónimo más.
Lo tiraron a un contenedor a pocos metros de su casa. No les importó si había muerto por el golpe, o asfixiado a mitad de una de sus estúpidas sonrisas, vacía como la soledad que hallaron en esa casa cubierta de polvo antes de romper todas las bombillas. Decidieron seguir con el castigo, hacerle sentir vivo a través del miedo, ahondarle un poco más las cadenas.
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