El toque de queda comenzaría a las once de la noche. No estaban dispuestos a quedarse en casa. Sincronizaron sus dispositivos móviles y acordaron ir al puerto. Sabían que sólo permanecía abierto por la noche para evitar posibles huidas.
Las once llegaron con un lametazo de viento marítimo. Con sigilo abrieron la puerta trasera de sus casas y arrastraron su inusual vestuario de indigentes por los jardines hasta la calle principal, que debían recorrer en dirección Sur. A pocos metros se encontraba un pequeño vertedero. Un bidón de gasolina escupiendo fuego marcaría el punto de encuentro.
Era de noche, las once y cuarto, y un barrio incapaz de unirse contra su enemigo armado se agolpaba tres manzanas alrededor de aquella montaña de escombros. Podrían intentar huir todos en avalancha hacia el puerto, pero no lograrían escapar ni una décima parte y probablemente la mitad perecería en el intento. Cada cual decidió regresar a su casa, entró por la entrada principal con paso mórbido y se echó a llorar frente a la televisión. Aquella era una ciudad de cobardes, de ratas, y nadie podría hacer nada mientras aquella fuera la única verdad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario