Pastillas para la resaca
Pero las calles conducen los coches,
los que ladran a sus mejores amigos son unos perros,
los cobardes intentan sufragar su necesidad de amor a golpes y talonario
el dolor asoma por las heridas
y regala tarta de manzana a las hijas de las viejas cicatrices.
Un poco antes,
Dios ha bostezado los vientos alisios para invocar al frío
y se ha tomado un par de pastillas para la resaca.
Ha paseado por el parque. Un paseo ocre, delicado, triste,
aburrido. Volátil, se ha sentado en un banco.
Mientras se informaba sobre planes de pensiones,
con voz rutinaria, ha alimentado a un puñado de vagabundos,
ha apuntado directamente, con su índice, a la cara, a las víctimas de la guerra;
ha construido un puente para que Mary pueda recibir el correo
y, de paso, ha decidido buscarle un amor en su sopa de letras,
y lo ha encontrado a miles de kilómetros.
Allí, Carolina enumera desconsolada sus tachones
y se introduce en el sobre con la ayuda de un poema;
con cuidado, relame la pega como una tapa de yogur de fresa
y se queda dormida durante el viaje.
En sueños, modela la cara de su Diosa.
Pero los fantasmas han adquirido algunos cuerpos low cost,
los fósiles son lanzados al espacio con sumo rigor
y el polvo oxida los significados de las figuritas de las estanterías.
Desoído y olvidado, con demasiada sal en las venas,
el mar calla su metrónomo.
Se ha cansado de vomitar cada una de las madrugadas.
Y no le caben más pastillas para la resaca.
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