Su corazón, Gran Vía, derrocha contradicciones complementarias. Se llena de bohemia gracias a los títulos de estreno en diferentes tipografías de un cine de barrio y se disfraza tras la publicidad encofrada: ahí desde antes de las memorias.
Madrid, ese lugar tan monstruoso con unas vísceras tan bonitas, que te digiere tan lentamente que acabas creyendo que tú marcas el ritmo. Cuando se deja a la espalda, es como saltar del pentagrama.
Mañanas heladas, fiestas con carátulas de discos que nadie conoce, lo absurdo de saber hacia dónde está el norte, la grandeza de descubrir que no existe, carreteras plagadas de líneas en todas direcciones, lo imposible que se hace hablar del amor en la serpiente que recorre la ciudad bajo la piel de asfalto; buscarle rimas a cada eslabón de su cadena, y tráfico, escaleras mecánicas hacia arriba y hacia abajo, humo, luces, fósiles de plástico, fantasmas, héroes, acentos, precios, plurales,... y tanta tanta parafernalia tan a rebosar de sentidos y significados que el surrealismo es necesario para que todo encaje. Para que todo sea poesía.
Por suerte o por desgracia, este es mi presente.
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