Unos pocos bajaron la cabeza, extasiados por la sequedad del humo atrincherado en las catacumbas de la gran ciudad. Eran tiempos de conflicto, como siempre.
Seguía mirándoles, buscando alguna palabra en alguna boca, algún brillo en alguna pupila; la muchacha que había permanecido atenta durante todo el discurso, sentada junto al joven de veinte a treinta años de edad, seguía mirándome, boquiabierta e inmóvil. Quizás la estaba esperando a ella, quizás ella había pasado la mayor parte del viaje, de su vida, buscando a alguien que la esperara. Pero no habló. Antes de su segunda oportunidad para hacerlo, una madre y una hija de apenas cinco años entraron en el vagón y todo quedó iluminado por sus perfectas trenzas de perfecta simetría, rubias, como muelles sobre su cabeza inquieta y curiosa. Fue entonces cuando decidí abandonar el vagón definitivamente, no quedaba nada más que decir y no me atrevería a desterrar a un ángel del paraíso por lo que seguro se quedaría en un capricho, una anécdota del destino que zumbaría durante un máximo de tres paradas la mente de aquellos viajeros comunes, presos. ¿Cómo puede ser libre alguien que no se estremece al hablar de la libertad?
Me bajé del vagón al tiempo que la niña me regaló la intensidad de su inocencia y no miré atrás.
Mis pensamientos se transformaron en algo ajeno a mí. Me había convertido en un joven que arrastraba sus pies por entre las galerías, rodeado de murmullos de ignominia y sospecha; un joven alto y delgaducho, moreno, pelo corto: trasquilado; un joven de mirada perdida que intentaba recapacitar sobre qué acababa de hacer, sobre qué demonios pretendía con aquella demostración de a saber qué... de quiebra, rebeldía, insatisfacción, utopía,... locura al fin y al cabo.
Antes de que pudiera avanzar en lo que debiera haber pensado ese joven en aquel vagón durante los últimos diez minutos, un torrente de pensamientos le colapsó los sentidos: ideas asesinadas por el olvido, comentarios secuestrados, bocetos de perfiles de cada uno de los integrantes de aquel vagón en base a sus disfraces, la naturaleza abstracta y única de esas miradas le hicieron ceder ante su intención de concentrar su mente en una sola cosa. Cosa concreta que no llegó a tiempo a su cabeza, que quedó renqueante, sumida en una sensación de fracaso, cansada ante la obviedad de la impertinencia propia de los egoístas que llevaban varios siglos predicando su dogma: "Homo homini lupus"(.doc). No le dio tiempo a discernir qué diferenciaba a un lobo de un hombre, ni a recordar la forma de una luna llena, desconectó de todo cuanto le era inteligible y anduvo con destino memorizado por los pasillos que habían pasado a ser tan propios como los de su propia casa tras haber recorrido una y mil veces sus corrientes. Como un recluso de sí mismo.
Salió de la estación, se dejó arrastrar por la marea de voces y motores hasta la entrada de la universidad, cruzó un pasillo de unos veinte metros de luz, empujó hacia abajo una manilla dorada ya acompasada a su pulso y entró en el aula por la puerta más alejada de la voz chirriante de la profesora de turno, aún con la cabeza gacha. No saludó a nadie. Se sentó solo al final de la clase con la sucia y prácticamente vacía bolsa de tela colgada aún del hombro. Se acomodó sin gestos abruptos, sólo miradas vacilantes hacia el exterior en busca de cualquier significado que pudiera transmitirle el movimiento de las hojas más allá de la crudeza del invierno. Aún no conseguía asimilar lo que acababa de hacer. Sólo era un idiota, y lo sabía.
Terminó la clase.
- ¿Otra vez llegando tarde?- le susurró una voz a sus espaldas -Si quieres luego te paso los apuntes, ¿tienes grupo para hacer el trabajo? Qué digo, si lo ha explicado antes de que llegaras,... ¿te apetecería hacerlo conmigo?
- Vale.
- ¡Vale!
Era la única mujer de clase con la que mantenía una relación cordial, de hecho era casi la única persona de clase con la que mantenía relación. Ése no era su sitio, y él lo sabía. Como también sabía que no tenía razones para hacer el trabajo con ella más que la obligatoriedad, previamente excusada, por parte de la profesora.
Era un solitario, uno de esos que siempre es bueno conocer para darse cuenta de que no todo el mundo es igual, una de esas personas que parecían inteligentes simplemente por no decir demasiadas estupideces, por hablar poco. Estaba casi plenamente seguro de que aquella joven, hasta cierto punto bonita, sentía una atracción especial hacia él, y más allá de la veracidad de sus sentimientos, era algo que lo amedrentaba. Pero tenía que aprobar ¿no?
-¿De qué tenemos que hacerlo?
- No sé, es tema libre, a mí me da igual, ¿quieres elegir tú el tema?
-¿Cuándo quedamos?- No se había detenido ni a pensar de qué asignatura estaban hablando.
-¿Mañana te viene bien?
- No sé.
...
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