Antes de poder encontrar una respuesta a esa pregunta volvió a asaltarme la duda de cómo demonios habíamos podido terminar hablando sobre mí.
Sonaron los cazafantasmas.
- ¡Salvado por la campana! - ella cogió el teléfono y comenzó a hablar - ¿Sí? Perdona, me has cogido en... sí, ¿pero no hablaste con él ayer?...
Con el resto de una conversación absolutamente predecible como trasfondo de mis pensamientos dejé de mirarla. Ahora era un mal momento para conocer a alguien, hacía bastantes meses que lo era; casi era incapaz de recordar cuándo fue un buen momento para conocer a una chica... Me acerqué disimuladamente a un hombre de mediana edad que ordenaba películas grabadas sobre una tela blanca junto a la boca del metro; eché un vistazo y descubrí, como una evidencia que llevaba tocando bastante tiempo a la puerta de una casa vacía, que aquella manta se había convertido en la cartelera en la que me informaba de los últimos estrenos de cine. Después comprobé que, ciertamente, había muchas más novedades sobre aquellos escasos dos metros cuadrados que en el cine con más salas de Madrid.
En medio de aquellos pensamientos, que habían pasado de ser los más propios de un preadolescente asustado por el sentido de la responsabilidad, a un principio de teoría en cuanto a la función informativa de aquel gravísimo delito; dos manos me taparon la cara y una voz femenina gritó a mis espaldas con tono de canción infantil "¡Sorpresa! ¿Quién soy?" Incluso pude notar los saltitos al chocar los antebrazos con mis hombros. Era alguien de menor estatura.
Nunca sabré qué pensar en esos momentos: dar un salto de ciento ochenta grados con una sonrisa de oreja a oreja, rotar hacia un lado la cabeza y hacer como que me sorprendo maravillosamente, o dar un codazo a la altura de la nariz...
Sólo me giré y vi a Clara, otra compañera de clase cuyo destino compartía mi dirección sobre las vías y con la que había coincidido ya un par de veces durante el trayecto de vuelta. Nada importante, hablábamos de temas de clase, los devenires de algún que otro fin de semana con poco que destacar. Me sirvió para darle un vuelco a la situación en la que me encontraba, por fin encontraba un rol cómodo a mi naturaleza. Lucía seguía hablando por teléfono. Parecía enfadada.
- Pensaba que ya te habías ido - le pregunté.
- Tenía que dejar un libro en la Biblioteca.
- ¿Qué libro? - Siempre me intereso por lo que lee la gente, creo que es algo que nos define incluso más que nuestro aspecto.
- 1984, de George... George...
- Orwell
- ¡Exacto! ¿Lo conoces?
- ¿De qué estáis hablando? - Lucía había colgado el teléfono e intentaba formar parte de la conversación, tan recién nacida que hizo tambalear las dudas de Clara a por qué ella estaba allí, por qué intentaba ser simpática de una forma tan sospechosa. Lucía y Clara no se llevaban demasiado bien.
- Pues sobre el último libro que he leído.
- ¿Qué te ha parecido?
- ¿Qué libro?
- 1984 - respondí sin dejar de mirar a Clara.
Era uno de mis libros preferidos y me interesaba mucho cualquier opinión al respecto. Además, Clara se había convertido en una especie de salvadora.
Era una chica bastante atractiva: estatura media, pelo castaño a la altura de los hombros, ojos verdes levemente separados, mejillas finas y un poco maquilladas y unos labios finos con un brillo dulce, de esos pintalabios con sabor a fresa. Su conversación era un tanto distendida pero con poca profundidad, solía quedarse en las respuestas, que no terminaban de llevarla a más preguntas no sé muy bien por qué; era una muchacha de presencia relativamente compleja sobre una sencillez hasta cierto punto aburrida. Por eso me sorprendía tanto que acabara de leer ese libro y no hubiera borrado en ningún momento la sonrisa desde que descubrió que lo conocía. Le había gustado.
- Pues, la verdad es que me ha gustado mucho.
- ¿Y? -dije después de un silencio aplastado por los cruces de miradas.
- Pues eso, que me ha parecido muy interesante, y sobre todo con la historia de amor, tan romántica, y pues eso, tan en contra de todas las inclemencias; me ha recordado a las telenovelas que veía con mi abuela. - fruncí el ceño - Y,... pues la visión del futuro es un tanto extraña pero bastante realista - dijo antes de darme tiempo a escupirle en la cara.
- No lo he leído - alcanzó a decir Lucía, viendo que había perdido por completo la oportunidad de continuar hablando del "trabajo" y a punto de quedarse rezagada de la conversación.
- ¿No? - dijo Clara con un aire de sorpresa. Ella tenía a Lucía por una chica interesada por la cultura, y aunque no sabía demasiado sobre sus gustos sobre literatura, sabía que le gustaría.
- Deberías hacerlo, y rápido - así di por finalizada la conversación anterior.
- Jolín, me están dando ganas de ir a la Biblioteca ahora mismo a pedirlo, ¿me acompañas? - dijo mientras giró su cabeza hacia mí.
- Yo me voy ya- dijo Clara- llego tarde y me están esperando en casa para cenar.
Yo hacía tiempo que no comía con nadie. De vez en cuando coincidía con mis compañeros de piso pero la televisión lo llenaba todo de una monotonía que quebrantaba todo intento de mediar una palabra que no tuviera relación con la imagen que hacía cambiar los colores del salón. Había que ahorrar electricidad.
Lucía me miraba aún con el "¿me acompañas?" dibujado en los ojos. Se había transformado en una especie de leona en mitad de la sabana protegiendo a su presa. Pero yo no tenía ganas de seguir con el circo. Hacía tiempo que la caza había terminado y no había conseguido asfixiarme. Había perdido su oportunidad de hacerlo y en su cabeza empezaba a gestarse la lágrima que caería, ahora obligada por sí misma a ir sola a la biblioteca, en cuanto nos diéramos la espalda, derrotada.
Probablemente esta última reflexión es íntregamente fruto de mi imaginación. Lucía y Clara se llevaban bastante mal de por sí. Eran muy diferentes y ambas se empeñaban en remarcarlo bastante a menudo, aunque llevaban algún tiempo sin hacerlo. La cercanía de los exámenes invitaba a la tregua. En todo caso, ambas me conocían lo suficiente o lo suficientemente poco como para saber que no soy ningún trofeo, sólo un caminante solitario al que le gusta poco el asfalto. Y que no me gusta el atún rojo.
- Bueno, yo creo que también me iré a casa; no te preocupes por el trabajo, ya lo termino yo, tú aprovecha y disfruta del libro.
- Vale, mañana nos vemos.
- Hasta mañana - dijimos Clara y yo al unísono.
Bajamos por las escaleras mecánicas en silencio. Prefiero bajar por las escaleras, pero es de suponer la incomodidad que conlleva para mantener una conversación en el caso de que sólo uno de los dos lo haga. Clara miraba al suelo. Quizás estaba pensando sobre qué había estado hablando con Lucía, o quizás ella ya supiera desde hace tiempo que le gustaba. Yo también preferí mantenerme callado respecto a ese tema. Hablar de eso habría sido darle más importancia de la que realmente tenía.
Hablamos un poco más sobre el libro, algunas palabras sin contexto ni significado y por fin llegué a casa. Me hice un vaso de leche y me acosté. No quise leer ni escribir antes. Estaba demasiado cansado como para seguir siendo yo mismo durante un segundo más. Y no me gusta disimular.
...
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miércoles, 14 de abril de 2010
sábado, 13 de marzo de 2010
Palabras
Sin saber cómo, sin apenas palabras, acordaron verse al día siguiente para discutir sobre el tema del trabajo. La clase había terminado pero continuaba sumido en una especie de nube de silencio que le rodeaba, que rondaba a su alrededor como una caricia indeleble, una textura cálida y suave de indescriptible naturaleza, un suspiro leve en las mejillas parecido a aquello que debía de ser la felicidad.
No sabía cómo, pero de repente una sensación de alegría me revolvió el estómago: satisfacción, orgullo, dignidad. Había hecho lo que debía a pesar de que no sabía muy bien qué significaba; al fin y al cabo, no había sido más que una demostración de mi propia personalidad, de cómo quería ser, de cómo sería, de cómo soy.
Llegó el profesor de la siguiente clase. Tuve que preguntarle a una compañera en dirección a su asiento en las primeras filas cuál era el tema de la sarta de estupideces con la que llenaría su tiempo, cuánto nos escupiría verbalmente hoy ese tipo de traje gris. No sabía qué asignatura enseñaba pero conocía a cada uno de mis profesores y la ilusión parecía haber sido despedida definitivamente en sus ojos (imagino que por absentismo), que quedaban aplastados debajo de aquella calva resbaladiza, con algunos pelos grises a un lado y otro de la cabeza sobre unas orejas puntiagudas sujetándole las gafas, negras. Siempre limpias aunque su mirada no parecía necesitarlo. Abrí el cuaderno, dejé un oído alerta por si se le ocurría hacer bien su trabajo durante alguna frase y comencé a escribir. Así fue como llené mi tiempo.
Mi amiga, de la que hablé antes, me miraba de vez en cuando, a mitad de su recorrido por cada uno de los monótonos especímenes de aquella clase, aburrida. Disimulaba prestar atención bastante mejor que yo, aunque no apuntaba las verdades copiadas de las diapositivas. Probablemente era de las pocas personas inteligentes allí, de las que sabían que tarde o temprano el profesor cedería en su terquedad y las colgaría en internet, o bien las conseguiría de algún compañero. No era una aprovechada, se podría pensar que si todos hicieran lo mismo sólo trabajaría uno; pero no, simplemente esperaba a que la gente se diera cuenta de su egoísmo para proponer trabajar en equipo... No era como yo. En el caso de que hubiera mala suerte, que no había ocurrido hasta ahora gracias a su capacidad natural para hacer amigos, no quedaba otra que buscar en la bibliografía; esa página que decía que le gustaba guardar en un buen lugar porque le hacía pensar en el futuro. Le gustaba imaginar que tendría tiempo para leer alguno de aquellos libros, o incluso que algún día le sería necesario por alguna cuestión laboral. Le gustaba imaginarse pasando hojas repletas de inquietudes y sabía bien que esos libros podrían resultar infinitamente más interesantes que el discurso de aquel hombre tosco y apagado. Era otra ilusa cansada de un presente extraído infinitas veces de su pasado más reciente.
A mitad de una poesía una nota me hizo saltar del papel. La había lanzado ella, como en un intento de divertirse retomando gestos de la infancia. Era algo sumamente pueril y que, por supuesto, no compartía. Cogí la nota y la lancé a la papelera. Canasté. Y continué por donde iba
"...
jardines colgados de flores de tallo dorado,
ventanas con marcos de viento huracanado que dan a luces
amaneceres desbocados en besos de horizontes azules,...
amor es el nombre equivocado."
No sé por qué el amor era uno de los temas centrales, aún cuando había empezado a desaparecer de mi biografía por razones tan extensas que no sería justo compartir. Nunca supe qué ponía en aquella nota. Ni me importa.
El final de la clase dejó escapar unos cuantos bostezos y el rugir de varios folios volviendo a encontrarse sobre innumerables escritorios, al unísono. Cerré mi cuaderno, guardé el bolígrafo y salí de clase. Lucía, la amiga que aún no había bautizado, había salido antes que yo y ya estaba esperándome. Sin hablar demasiado nos dirigimos al metro. No hacía demasiado frío, un viento suave removía el polvo de las hojas más altas y animaba al verde a ocultarse una estación más bajo la protección de los irreductibles troncos.
- Entonces, ¿de qué hacemos el trabajo?
- No lo sé. Elige tú.
- Te había propuesto una idea en la nota, pero la has tirado.
- ¡Ups! No sé, imaginaba que sería algo menos importante...
- ¿Menos importante?¿Como qué?
- Pues no sé... - empecé a inventarme algo para reducir el ritmo de la conversación, que extrañamente empezaba a hacerme sentir acorralado- La última nota que me escribieron fue una declaración de amor...
- ¿Tanto miedo le tienes?
Es en estos momentos en los que uno empieza a pensar que es estúpido, es más, reconoce su imaginación como una trampa que le enfrenta a sí mismo, que lo deja desnudo ante su vértigo, al borde de un acantilado psicológico. La culpa no había sido de ella... simplemente le había puesto a huevo una pregunta que me comprometía y, por tanto, nos comprometía a ambos; era una pregunta que de una manera u otra hacia inevitable que nos conociéramos.
- No...
En seguida notó la duda: lo dije en voz baja, agaché la cabeza, miré hacia otro lado e intenté acelerar un poco el ritmo, pero viendo que no me seguía, lo reduje para no parecer huidizo... mi lenguaje no verbal me delataba, una vez más.
- Pues no lo parece... ¿Sabes lo que creo?
- No me interesa- le dije antes de darle tiempo a contestarse a sí misma- entiendo que la clase ha sido muy aburrida pero, ¿no te parece que nos hemos ido alejando del tema?
- Es cierto, pero me gustas. - durante un instante deseó retroceder en el tiempo, pero al instante siguiente parecía absolutamente convencida de lo que acababa de decir.
Ya os lo podréis imaginar: silencio.
- Y eso...
Pasos y más silencio.
- Creo que lo mejor es que haga el trabajo yo solo.
- Lo entiendo, no pasa nada...
Los dos sabíamos que "nada" era lo último que pasaba por nuestras cabezas en aquel momento (y tampoco ella sabía inglés), pero ambos acordamos una especie de tregua, preferimos permanecer callados hasta el lugar en el que se separarían nuestros caminos, como cada día. Ese "cada día" tomaba fuerza al mismo tiempo que se reducía el ritmo de mi aparente huida; al fin y al cabo, sus palabras sólo confirmaron lo que ya intuía y no tenía ninguna prisa; sus palabras me habían descolocado un poco por lo brusco del momento y el lugar, pero no dejaban de ser sólo eso, palabras.
- No te preocupes por nada, me gustan los trabajos de tema libre, me permiten centrarme en lo que me gusta, cuando lo termine pondré los dos nombres y ya está.
- ¿Y no me dices nada sobre lo otro?
- Lo siento pero ya te habrás dado cuenta de que soy un solitario...-la miré y sonreí.
- Pero escribes sobre el amor...
...
No sabía cómo, pero de repente una sensación de alegría me revolvió el estómago: satisfacción, orgullo, dignidad. Había hecho lo que debía a pesar de que no sabía muy bien qué significaba; al fin y al cabo, no había sido más que una demostración de mi propia personalidad, de cómo quería ser, de cómo sería, de cómo soy.
Llegó el profesor de la siguiente clase. Tuve que preguntarle a una compañera en dirección a su asiento en las primeras filas cuál era el tema de la sarta de estupideces con la que llenaría su tiempo, cuánto nos escupiría verbalmente hoy ese tipo de traje gris. No sabía qué asignatura enseñaba pero conocía a cada uno de mis profesores y la ilusión parecía haber sido despedida definitivamente en sus ojos (imagino que por absentismo), que quedaban aplastados debajo de aquella calva resbaladiza, con algunos pelos grises a un lado y otro de la cabeza sobre unas orejas puntiagudas sujetándole las gafas, negras. Siempre limpias aunque su mirada no parecía necesitarlo. Abrí el cuaderno, dejé un oído alerta por si se le ocurría hacer bien su trabajo durante alguna frase y comencé a escribir. Así fue como llené mi tiempo.
Mi amiga, de la que hablé antes, me miraba de vez en cuando, a mitad de su recorrido por cada uno de los monótonos especímenes de aquella clase, aburrida. Disimulaba prestar atención bastante mejor que yo, aunque no apuntaba las verdades copiadas de las diapositivas. Probablemente era de las pocas personas inteligentes allí, de las que sabían que tarde o temprano el profesor cedería en su terquedad y las colgaría en internet, o bien las conseguiría de algún compañero. No era una aprovechada, se podría pensar que si todos hicieran lo mismo sólo trabajaría uno; pero no, simplemente esperaba a que la gente se diera cuenta de su egoísmo para proponer trabajar en equipo... No era como yo. En el caso de que hubiera mala suerte, que no había ocurrido hasta ahora gracias a su capacidad natural para hacer amigos, no quedaba otra que buscar en la bibliografía; esa página que decía que le gustaba guardar en un buen lugar porque le hacía pensar en el futuro. Le gustaba imaginar que tendría tiempo para leer alguno de aquellos libros, o incluso que algún día le sería necesario por alguna cuestión laboral. Le gustaba imaginarse pasando hojas repletas de inquietudes y sabía bien que esos libros podrían resultar infinitamente más interesantes que el discurso de aquel hombre tosco y apagado. Era otra ilusa cansada de un presente extraído infinitas veces de su pasado más reciente.
A mitad de una poesía una nota me hizo saltar del papel. La había lanzado ella, como en un intento de divertirse retomando gestos de la infancia. Era algo sumamente pueril y que, por supuesto, no compartía. Cogí la nota y la lancé a la papelera. Canasté. Y continué por donde iba
"...
jardines colgados de flores de tallo dorado,
ventanas con marcos de viento huracanado que dan a luces
amaneceres desbocados en besos de horizontes azules,...
amor es el nombre equivocado."
No sé por qué el amor era uno de los temas centrales, aún cuando había empezado a desaparecer de mi biografía por razones tan extensas que no sería justo compartir. Nunca supe qué ponía en aquella nota. Ni me importa.
El final de la clase dejó escapar unos cuantos bostezos y el rugir de varios folios volviendo a encontrarse sobre innumerables escritorios, al unísono. Cerré mi cuaderno, guardé el bolígrafo y salí de clase. Lucía, la amiga que aún no había bautizado, había salido antes que yo y ya estaba esperándome. Sin hablar demasiado nos dirigimos al metro. No hacía demasiado frío, un viento suave removía el polvo de las hojas más altas y animaba al verde a ocultarse una estación más bajo la protección de los irreductibles troncos.
- Entonces, ¿de qué hacemos el trabajo?
- No lo sé. Elige tú.
- Te había propuesto una idea en la nota, pero la has tirado.
- ¡Ups! No sé, imaginaba que sería algo menos importante...
- ¿Menos importante?¿Como qué?
- Pues no sé... - empecé a inventarme algo para reducir el ritmo de la conversación, que extrañamente empezaba a hacerme sentir acorralado- La última nota que me escribieron fue una declaración de amor...
- ¿Tanto miedo le tienes?
Es en estos momentos en los que uno empieza a pensar que es estúpido, es más, reconoce su imaginación como una trampa que le enfrenta a sí mismo, que lo deja desnudo ante su vértigo, al borde de un acantilado psicológico. La culpa no había sido de ella... simplemente le había puesto a huevo una pregunta que me comprometía y, por tanto, nos comprometía a ambos; era una pregunta que de una manera u otra hacia inevitable que nos conociéramos.
- No...
En seguida notó la duda: lo dije en voz baja, agaché la cabeza, miré hacia otro lado e intenté acelerar un poco el ritmo, pero viendo que no me seguía, lo reduje para no parecer huidizo... mi lenguaje no verbal me delataba, una vez más.
- Pues no lo parece... ¿Sabes lo que creo?
- No me interesa- le dije antes de darle tiempo a contestarse a sí misma- entiendo que la clase ha sido muy aburrida pero, ¿no te parece que nos hemos ido alejando del tema?
- Es cierto, pero me gustas. - durante un instante deseó retroceder en el tiempo, pero al instante siguiente parecía absolutamente convencida de lo que acababa de decir.
Ya os lo podréis imaginar: silencio.
- Y eso...
Pasos y más silencio.
- Creo que lo mejor es que haga el trabajo yo solo.
- Lo entiendo, no pasa nada...
Los dos sabíamos que "nada" era lo último que pasaba por nuestras cabezas en aquel momento (y tampoco ella sabía inglés), pero ambos acordamos una especie de tregua, preferimos permanecer callados hasta el lugar en el que se separarían nuestros caminos, como cada día. Ese "cada día" tomaba fuerza al mismo tiempo que se reducía el ritmo de mi aparente huida; al fin y al cabo, sus palabras sólo confirmaron lo que ya intuía y no tenía ninguna prisa; sus palabras me habían descolocado un poco por lo brusco del momento y el lugar, pero no dejaban de ser sólo eso, palabras.
- No te preocupes por nada, me gustan los trabajos de tema libre, me permiten centrarme en lo que me gusta, cuando lo termine pondré los dos nombres y ya está.
- ¿Y no me dices nada sobre lo otro?
- Lo siento pero ya te habrás dado cuenta de que soy un solitario...-la miré y sonreí.
- Pero escribes sobre el amor...
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miércoles, 3 de marzo de 2010
Caída
Unos pocos bajaron la cabeza, extasiados por la sequedad del humo atrincherado en las catacumbas de la gran ciudad. Eran tiempos de conflicto, como siempre.
Seguía mirándoles, buscando alguna palabra en alguna boca, algún brillo en alguna pupila; la muchacha que había permanecido atenta durante todo el discurso, sentada junto al joven de veinte a treinta años de edad, seguía mirándome, boquiabierta e inmóvil. Quizás la estaba esperando a ella, quizás ella había pasado la mayor parte del viaje, de su vida, buscando a alguien que la esperara. Pero no habló. Antes de su segunda oportunidad para hacerlo, una madre y una hija de apenas cinco años entraron en el vagón y todo quedó iluminado por sus perfectas trenzas de perfecta simetría, rubias, como muelles sobre su cabeza inquieta y curiosa. Fue entonces cuando decidí abandonar el vagón definitivamente, no quedaba nada más que decir y no me atrevería a desterrar a un ángel del paraíso por lo que seguro se quedaría en un capricho, una anécdota del destino que zumbaría durante un máximo de tres paradas la mente de aquellos viajeros comunes, presos. ¿Cómo puede ser libre alguien que no se estremece al hablar de la libertad?
Me bajé del vagón al tiempo que la niña me regaló la intensidad de su inocencia y no miré atrás.
Mis pensamientos se transformaron en algo ajeno a mí. Me había convertido en un joven que arrastraba sus pies por entre las galerías, rodeado de murmullos de ignominia y sospecha; un joven alto y delgaducho, moreno, pelo corto: trasquilado; un joven de mirada perdida que intentaba recapacitar sobre qué acababa de hacer, sobre qué demonios pretendía con aquella demostración de a saber qué... de quiebra, rebeldía, insatisfacción, utopía,... locura al fin y al cabo.
Antes de que pudiera avanzar en lo que debiera haber pensado ese joven en aquel vagón durante los últimos diez minutos, un torrente de pensamientos le colapsó los sentidos: ideas asesinadas por el olvido, comentarios secuestrados, bocetos de perfiles de cada uno de los integrantes de aquel vagón en base a sus disfraces, la naturaleza abstracta y única de esas miradas le hicieron ceder ante su intención de concentrar su mente en una sola cosa. Cosa concreta que no llegó a tiempo a su cabeza, que quedó renqueante, sumida en una sensación de fracaso, cansada ante la obviedad de la impertinencia propia de los egoístas que llevaban varios siglos predicando su dogma: "Homo homini lupus"(.doc). No le dio tiempo a discernir qué diferenciaba a un lobo de un hombre, ni a recordar la forma de una luna llena, desconectó de todo cuanto le era inteligible y anduvo con destino memorizado por los pasillos que habían pasado a ser tan propios como los de su propia casa tras haber recorrido una y mil veces sus corrientes. Como un recluso de sí mismo.
Salió de la estación, se dejó arrastrar por la marea de voces y motores hasta la entrada de la universidad, cruzó un pasillo de unos veinte metros de luz, empujó hacia abajo una manilla dorada ya acompasada a su pulso y entró en el aula por la puerta más alejada de la voz chirriante de la profesora de turno, aún con la cabeza gacha. No saludó a nadie. Se sentó solo al final de la clase con la sucia y prácticamente vacía bolsa de tela colgada aún del hombro. Se acomodó sin gestos abruptos, sólo miradas vacilantes hacia el exterior en busca de cualquier significado que pudiera transmitirle el movimiento de las hojas más allá de la crudeza del invierno. Aún no conseguía asimilar lo que acababa de hacer. Sólo era un idiota, y lo sabía.
Terminó la clase.
- ¿Otra vez llegando tarde?- le susurró una voz a sus espaldas -Si quieres luego te paso los apuntes, ¿tienes grupo para hacer el trabajo? Qué digo, si lo ha explicado antes de que llegaras,... ¿te apetecería hacerlo conmigo?
- Vale.
- ¡Vale!
Era la única mujer de clase con la que mantenía una relación cordial, de hecho era casi la única persona de clase con la que mantenía relación. Ése no era su sitio, y él lo sabía. Como también sabía que no tenía razones para hacer el trabajo con ella más que la obligatoriedad, previamente excusada, por parte de la profesora.
Era un solitario, uno de esos que siempre es bueno conocer para darse cuenta de que no todo el mundo es igual, una de esas personas que parecían inteligentes simplemente por no decir demasiadas estupideces, por hablar poco. Estaba casi plenamente seguro de que aquella joven, hasta cierto punto bonita, sentía una atracción especial hacia él, y más allá de la veracidad de sus sentimientos, era algo que lo amedrentaba. Pero tenía que aprobar ¿no?
-¿De qué tenemos que hacerlo?
- No sé, es tema libre, a mí me da igual, ¿quieres elegir tú el tema?
-¿Cuándo quedamos?- No se había detenido ni a pensar de qué asignatura estaban hablando.
-¿Mañana te viene bien?
- No sé.
...
Seguía mirándoles, buscando alguna palabra en alguna boca, algún brillo en alguna pupila; la muchacha que había permanecido atenta durante todo el discurso, sentada junto al joven de veinte a treinta años de edad, seguía mirándome, boquiabierta e inmóvil. Quizás la estaba esperando a ella, quizás ella había pasado la mayor parte del viaje, de su vida, buscando a alguien que la esperara. Pero no habló. Antes de su segunda oportunidad para hacerlo, una madre y una hija de apenas cinco años entraron en el vagón y todo quedó iluminado por sus perfectas trenzas de perfecta simetría, rubias, como muelles sobre su cabeza inquieta y curiosa. Fue entonces cuando decidí abandonar el vagón definitivamente, no quedaba nada más que decir y no me atrevería a desterrar a un ángel del paraíso por lo que seguro se quedaría en un capricho, una anécdota del destino que zumbaría durante un máximo de tres paradas la mente de aquellos viajeros comunes, presos. ¿Cómo puede ser libre alguien que no se estremece al hablar de la libertad?
Me bajé del vagón al tiempo que la niña me regaló la intensidad de su inocencia y no miré atrás.
Mis pensamientos se transformaron en algo ajeno a mí. Me había convertido en un joven que arrastraba sus pies por entre las galerías, rodeado de murmullos de ignominia y sospecha; un joven alto y delgaducho, moreno, pelo corto: trasquilado; un joven de mirada perdida que intentaba recapacitar sobre qué acababa de hacer, sobre qué demonios pretendía con aquella demostración de a saber qué... de quiebra, rebeldía, insatisfacción, utopía,... locura al fin y al cabo.
Antes de que pudiera avanzar en lo que debiera haber pensado ese joven en aquel vagón durante los últimos diez minutos, un torrente de pensamientos le colapsó los sentidos: ideas asesinadas por el olvido, comentarios secuestrados, bocetos de perfiles de cada uno de los integrantes de aquel vagón en base a sus disfraces, la naturaleza abstracta y única de esas miradas le hicieron ceder ante su intención de concentrar su mente en una sola cosa. Cosa concreta que no llegó a tiempo a su cabeza, que quedó renqueante, sumida en una sensación de fracaso, cansada ante la obviedad de la impertinencia propia de los egoístas que llevaban varios siglos predicando su dogma: "Homo homini lupus"(.doc). No le dio tiempo a discernir qué diferenciaba a un lobo de un hombre, ni a recordar la forma de una luna llena, desconectó de todo cuanto le era inteligible y anduvo con destino memorizado por los pasillos que habían pasado a ser tan propios como los de su propia casa tras haber recorrido una y mil veces sus corrientes. Como un recluso de sí mismo.
Salió de la estación, se dejó arrastrar por la marea de voces y motores hasta la entrada de la universidad, cruzó un pasillo de unos veinte metros de luz, empujó hacia abajo una manilla dorada ya acompasada a su pulso y entró en el aula por la puerta más alejada de la voz chirriante de la profesora de turno, aún con la cabeza gacha. No saludó a nadie. Se sentó solo al final de la clase con la sucia y prácticamente vacía bolsa de tela colgada aún del hombro. Se acomodó sin gestos abruptos, sólo miradas vacilantes hacia el exterior en busca de cualquier significado que pudiera transmitirle el movimiento de las hojas más allá de la crudeza del invierno. Aún no conseguía asimilar lo que acababa de hacer. Sólo era un idiota, y lo sabía.
Terminó la clase.
- ¿Otra vez llegando tarde?- le susurró una voz a sus espaldas -Si quieres luego te paso los apuntes, ¿tienes grupo para hacer el trabajo? Qué digo, si lo ha explicado antes de que llegaras,... ¿te apetecería hacerlo conmigo?
- Vale.
- ¡Vale!
Era la única mujer de clase con la que mantenía una relación cordial, de hecho era casi la única persona de clase con la que mantenía relación. Ése no era su sitio, y él lo sabía. Como también sabía que no tenía razones para hacer el trabajo con ella más que la obligatoriedad, previamente excusada, por parte de la profesora.
Era un solitario, uno de esos que siempre es bueno conocer para darse cuenta de que no todo el mundo es igual, una de esas personas que parecían inteligentes simplemente por no decir demasiadas estupideces, por hablar poco. Estaba casi plenamente seguro de que aquella joven, hasta cierto punto bonita, sentía una atracción especial hacia él, y más allá de la veracidad de sus sentimientos, era algo que lo amedrentaba. Pero tenía que aprobar ¿no?
-¿De qué tenemos que hacerlo?
- No sé, es tema libre, a mí me da igual, ¿quieres elegir tú el tema?
-¿Cuándo quedamos?- No se había detenido ni a pensar de qué asignatura estaban hablando.
-¿Mañana te viene bien?
- No sé.
...
jueves, 18 de febrero de 2010
Nacimiento
Cincuenta y tres personas de edad superior a la mía temblaban a mi alrededor, igual que yo, en la misma dirección que yo, las marcadas por las mismas grietas de la misma vía que recorro cada día para llevar a cabo eso que uno se empeña en llamar búsqueda.
Hacía poco tiempo que había vuelto de mis vacaciones y aún más desde que para mí ese término formaba parte de mi trabajo, de mi vida; había convertido mi tiempo libre en descanso para seguir con mi trabajo, y no me gusta.
Delante de mí, una pareja agitó su tema de conversación y comenzó a hablar sobre otra persona; al parecer una amiga de un joven de entre veinte y treinta años, con cierto tono alegre que invitaba a pensar que aún estudiaba y zapatillas deportivas, hablaba tranquilamente delante de mí, sin mirar demasiado a los ojos de su compañera de viaje; se había quedado embarazada. Tenía una amiga joven y embarazada. La pareja continúo hablando a medida que la conversación, naufragando inevitablemente en un tono entre la empatía y la compasión, se tornaba hacia un inevitable tabú. Casi sin darse cuenta terminaron hablando de la pérdida, el desengaño, la muerte. La búsqueda del comienzo lleva siempre al impacto del final y la búsqueda del final siempre lleva al milagro y naturaleza del nacimiento, así que decidí intervenir.
Me levanté de mi asiento, recordé por un instante a los vagabundos del metro y su voz de máquina expendedora martilleó y removió por un instante mis pensamientos, no sabía muy bien qué decir, pero lo dije.
- Por favor, escúchenme y no digan nada, miradme, ¡eh, existo! Miradme, -por fin me miraron entre sus temblores y mis dudas unas treinta personas- quiero que piensen en la edad que tienen, tú debes tener entre veinte y treinta años -dije dirigiéndome al joven que había estado hablando delante de mí-, ¿sabes cuánto es eso? Quiero que cada uno de ustedes sepa que la esperanza de vida en un país occidental como el nuestro es de 80 años aproximadamente, quiero que sepan que eso significa que han gastado al menos un cuarto de su vida, que mediten qué han hecho hasta ahora y, sobre todo, qué van a hacer con su vida a partir de ahora; no quiero dinero ni pollas, -culpa de la emoción- cuando lo hagan, no quiero que le tengan miedo a la muerte porque, en definitiva, es lo que da sentido a la vida, ¿qué haríamos con nuestra vida si no fuéramos conscientes de que acaba? Es más, ¿haríamos lo que estamos haciendo ahora? - el metro se detuvo en la siguiente estación pero, como era común a esas horas, no hubo muchos cambios, subieron dos personas y no bajó nadie, así que continué con mi discurso- Ya sabrán que el mundo necesita un cambio, que si hay tantos pobres es porque hay ricos que quieren que haya pobres, que hay grupos de poder, que la política es imagen y la imagen es dinero, todos lo sabéis, y no sé si no queréis verlo porque creéis que no podéis cambiarlo, pero no me creo que no lo veáis; la cuestión es que en lugar de intentar cambiarlo nos pasamos más de 11 años de nuestra vida viendo la televisión, y si fuéramos africanos, de media eso sería un quinto de nuestra vida... Tampoco pretendo asustarles, sólo quiero que sean animales sociales, imagínense un vagón lleno de cincuenta y cinco individuos de su animal favorito, águilas, vacas, monos,... mirándose sin abrir la boca; es cierto que no nos conocemos, pero tenemos más en común entre nosotros que con nuestro perro y más de uno estará pensando en dejarle la herencia... -una risa se escapó desde el fondo del vagón, junto a una señora mayor acorralada por un abrigo asfixiante y un gran colgante dorado del grosor de una soga; una señora poco común en esos ambientes- No soy quién para decirles esto, y quizás piensen que pretendo darles una lección y que no sé nada de la vida... y quizás tengan razón, pero al menos no se esfuercen en creer que son felices si no lo son, no se engañen a ustedes mismos, no lean en el metro para evadirse de la realidad, búsquense a ustedes mismos, piensen quiénes son y por quiénes son así.
Sin saber muy bien qué acababa de decir y perdida por completo la noción del tiempo había llegado a mi parada; era seguro que llegaría tarde a clase, así que no sabía muy bien qué hacer. Los que me habían escuchado seguían mirándome, como esperando a que continuase hablando, entonces la puerta de mi izquierda se abrió dejando entrar una corriente de sótano.
...
Hacía poco tiempo que había vuelto de mis vacaciones y aún más desde que para mí ese término formaba parte de mi trabajo, de mi vida; había convertido mi tiempo libre en descanso para seguir con mi trabajo, y no me gusta.
Delante de mí, una pareja agitó su tema de conversación y comenzó a hablar sobre otra persona; al parecer una amiga de un joven de entre veinte y treinta años, con cierto tono alegre que invitaba a pensar que aún estudiaba y zapatillas deportivas, hablaba tranquilamente delante de mí, sin mirar demasiado a los ojos de su compañera de viaje; se había quedado embarazada. Tenía una amiga joven y embarazada. La pareja continúo hablando a medida que la conversación, naufragando inevitablemente en un tono entre la empatía y la compasión, se tornaba hacia un inevitable tabú. Casi sin darse cuenta terminaron hablando de la pérdida, el desengaño, la muerte. La búsqueda del comienzo lleva siempre al impacto del final y la búsqueda del final siempre lleva al milagro y naturaleza del nacimiento, así que decidí intervenir.
Me levanté de mi asiento, recordé por un instante a los vagabundos del metro y su voz de máquina expendedora martilleó y removió por un instante mis pensamientos, no sabía muy bien qué decir, pero lo dije.
- Por favor, escúchenme y no digan nada, miradme, ¡eh, existo! Miradme, -por fin me miraron entre sus temblores y mis dudas unas treinta personas- quiero que piensen en la edad que tienen, tú debes tener entre veinte y treinta años -dije dirigiéndome al joven que había estado hablando delante de mí-, ¿sabes cuánto es eso? Quiero que cada uno de ustedes sepa que la esperanza de vida en un país occidental como el nuestro es de 80 años aproximadamente, quiero que sepan que eso significa que han gastado al menos un cuarto de su vida, que mediten qué han hecho hasta ahora y, sobre todo, qué van a hacer con su vida a partir de ahora; no quiero dinero ni pollas, -culpa de la emoción- cuando lo hagan, no quiero que le tengan miedo a la muerte porque, en definitiva, es lo que da sentido a la vida, ¿qué haríamos con nuestra vida si no fuéramos conscientes de que acaba? Es más, ¿haríamos lo que estamos haciendo ahora? - el metro se detuvo en la siguiente estación pero, como era común a esas horas, no hubo muchos cambios, subieron dos personas y no bajó nadie, así que continué con mi discurso- Ya sabrán que el mundo necesita un cambio, que si hay tantos pobres es porque hay ricos que quieren que haya pobres, que hay grupos de poder, que la política es imagen y la imagen es dinero, todos lo sabéis, y no sé si no queréis verlo porque creéis que no podéis cambiarlo, pero no me creo que no lo veáis; la cuestión es que en lugar de intentar cambiarlo nos pasamos más de 11 años de nuestra vida viendo la televisión, y si fuéramos africanos, de media eso sería un quinto de nuestra vida... Tampoco pretendo asustarles, sólo quiero que sean animales sociales, imagínense un vagón lleno de cincuenta y cinco individuos de su animal favorito, águilas, vacas, monos,... mirándose sin abrir la boca; es cierto que no nos conocemos, pero tenemos más en común entre nosotros que con nuestro perro y más de uno estará pensando en dejarle la herencia... -una risa se escapó desde el fondo del vagón, junto a una señora mayor acorralada por un abrigo asfixiante y un gran colgante dorado del grosor de una soga; una señora poco común en esos ambientes- No soy quién para decirles esto, y quizás piensen que pretendo darles una lección y que no sé nada de la vida... y quizás tengan razón, pero al menos no se esfuercen en creer que son felices si no lo son, no se engañen a ustedes mismos, no lean en el metro para evadirse de la realidad, búsquense a ustedes mismos, piensen quiénes son y por quiénes son así.
Sin saber muy bien qué acababa de decir y perdida por completo la noción del tiempo había llegado a mi parada; era seguro que llegaría tarde a clase, así que no sabía muy bien qué hacer. Los que me habían escuchado seguían mirándome, como esperando a que continuase hablando, entonces la puerta de mi izquierda se abrió dejando entrar una corriente de sótano.
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