lunes, 19 de diciembre de 2011

Anne Michaels

De Buceadores de la piel (1999)

El mundo apasionado

alrededor. Días navegando, meses,
y aún la ruta resulta novedosa; estrellas desconocidas.
Tiras de ellos y, tensados más allá del tiempo,
los caos conectan esta casa flotante
al viento, deshilachándose con su sonido.

Llegar es dormir
donde dejamos de movernos.
Pasando el cardumen de la ropa
hasta esa orilla repleta de restos
de palabras. Un dobladillo de sal,
una cenefa blanca en las piernas de mar gruesa.

El amor anhela la tierra. Soñamos
toda la noche con el sopor eléctrico de la jungla;
coros de insectos navegan por nuestros oídos
y sucumbimos, adentrándonos en lo verde. Toda la noche
el amor corre sus pesadas cortinas de perfume ante el mar
y despertamos con la tentación de la tierra en los pulmones,
con hambre de pan y naranjas.
Salamandras se deslizan por la sombra de tus pasos, desaparecen
entre las plantas de café, cactus carnosos, jugosos espinos y
flores que recogen la lluvia como cuencos.
Somos marineros a los que despierta la luna cuando se introduce
en la taberna de los sueños llena de humo y se encuentran con
un nombre en un brazo, los cuerpos bronceados o la presión de una mano,
con el mapa de la noche sobre la piel
trazado como la mancha de musgo sobre la piedra.

Perdidos, más allá de la última señal conocida,
tumbados en cubierta, una tibia luz lechosa sobre el pecho
húmedo,
vemos pasar los ángulos del barco por las estrellas con la austeridad
de un grabado sobre boj, y rezamos para no alcanzar nunca
las luces de esa ciudad invisible donde,
rodeados de tierra, se han olvidado de nuestro regreso.

Pero algunas noches, cuando el viento se despierta,
alzando la vista hacia otras estrellas,
se acuerdan de nosotros con un leve gusto
a sal en los labios.



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