Columna de Opinión para el Taller de Periodismo Científico y Ambiental.
Hace falta energía. Es imposible imaginar la sociedad actual sin una bombilla encendida de forma prácticamente instantánea al dejar caer el dedo sobre el interruptor. Hace poco menos de 200 años, tras la invención del telégrafo, no se podía hablar de un uso generalizado de este flujo de electrones. Aún hoy hay un ser humano al que se le ilumina la cara, literalmente, cada vez que abre el frigorífico y, sin embargo, no sabe qué es exactamente un electrón. Y si no se enciende, “se ha gastado la bombilla”. Entonces bajamos, compramos una y ¡alehop! Como si no hubiera pasado nada.
La bombilla sigue ahí, el mismo tungsteno se enciende, calienta y emite luz una y otra vez; pero es difícil admitir que cada electrón que pasa por él es diferente al anterior. El viaje comienza en una fuente de energía; renovable o no, genere residuos o no, sea barata o no; manual o no,… recorre varios o centenas de kilómetros y, al instante, vence a la noche, o no.
A diferencia de las bombillas, la luz aún no se puede almacenar en las estanterías de cualquier ferretería (excepto la biomasa). Para ser eficientes, hay que producir la misma electricidad que se consume y (a expensas de la evolución en las investigaciones en torno a la fusión nuclear) el uranio es la única caja de Pandora capaz de mantener constante y estable la producción de energía. Sin duda, hoy por hoy, la energía nuclear es necesaria para abastecer a una industria. Seguir emitiendo dióxido de carbono a la atmósfera como propaganda barata no parece la mejor opción a largo plazo, y conectarse a Europa es el paso previo para considerar las energías renovables una opción seria que daría al traste con la escoba y un recogedor con decenas de miles de años de capacidad. O evitar la bajada nocturna para ahorrar lo que cuesta poner en marcha la jornada laboral después de las tostadas.
Sin embargo, amparada en “es necesario”, la población energética no termina de entender el concepto “ahorrar energía”. Cuando ahorramos bombillas, guardamos unas pocas para la época de vacas flacas, conscientes de que algún día llegarán y a sabiendas que el tungsteno no sale de los árboles... La cultura japonesa está de sobra preparada, educan a sus hijos para el día que la tierra tiemble y tarde o temprano, acaba temblando, más de lo que un puñado de televidentes puedan sentir desde el sofá. Si tenía que ocurrir, le ha tocado a la cultura con más capacidad de sobreponerse a la tragedia.
Ahorrar energía es, sencillamente, no consumirla. No convertirla en algo imprescindible para que resulte suficiente. Quizás, si esperáramos un par de segundos a que nuestras pupilas se adaptasen a la luminosidad del entorno no sería necesario encender una bombilla para apagarla segundos más tarde. Achinar los ojos ahorra energía, y lo saben bien en Japón: el mayor coste energético es siempre sobreponerse a estar obligados a volver a empezar, pero es la única forma de que siga habiendo interruptores.
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