Se dispuso a abrir la puerta de la casa haciendo el menor ruido posible. No recordaba muy bien los giros que posibilitaba aquel agujero pero la materia siempre limita el número de posibilidades. Al segundo intento acertó con la dirección y el grado de profundidad con el que el giro de aquellos dientes revolvieron los aceros de las vísceras de aquel árbol rectangular, sin ojo. El sonido metálico despertó las corrientes de viento y luz, que empujaron suavemente la puerta y la nuca del intruso con el ímpetu con el que la nada lucha por llenar un espacio vacío.
El cambio abrupto entre los azulejos grises de la entrada y un parquet polvoriento, oscurecido por el tiempo, como un poso de polvo en la base del último trago del peor vino, hicieron dudar a la más tierna curiosidad, que se debatía en una inquietud irreductible dentro de aquellos segundos mudos. El pie izquierdo se adelantó primero. No había nadie, estaba seguro, aquella,... ya no era su casa.
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