Ella sabía que había terminado su turno, su tiempo allí estaba acabado. Habían pasado la noche jugando a hacerse daño sin querer ver el blanco de su pared como una tregua, ni siquiera las lágrimas pudieron evitar los destrozos del alma. Se levantó de la silla, le dio la espalda con la suavidad con la que una ola de mar vuelve a las fauces del océano, y no quiso volver a saber nada de él.
No se preocupó por la despedida. No giró la vista antes de cerrar la puerta con llave.
Él se quedó solo. La ventana se había quedado abierta. Empezó a llover.
A su vuelta, pudo ver que no estaba tan sola, seguían sin correr la tinta las lágrimas de su diario. Al fin y al cabo, lo último que había escrito eran tres puntos suspensivos.
Esta entrada ha conseguido, de nuevo, que se me ponga la carne de gallina.
ResponderEliminarídem! muy muy buena
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