miércoles, 16 de junio de 2010

Profesor


La admiración permanecía escondida en la esquina de la habitación, blanca en medio de un cruce de miradas de dos paredes pintadas de nube sobre celeste. Escondida detrás de una luz sobre un fondo inmaculado. Se apretaba los oídos y se mordía la lengua.

¿Quién la busca?, le preguntó una pared.

Al parecer el anciano la escondía de los ojos de su joven aprendiz para evitar que aquel blanco la cegara ante sí misma y sus objetivos. Le había pedido a su propio orgullo que permaneciera ajeno durante las clases para poder ver la oscuridad en los pasos en falso de un pincel entre unos dedos indecisos, que no sabían muy bien dónde posar su lágrima de color. Que la única luz que brillara en mitad de aquella habitación proviniera de la inquietud de otra mirada que no fuera la suya. Ser luz que no ciega.

¿Y qué culpa tenía la admiración? Ninguna... simplemente es que nunca fue capaz de enfrentarse a la curiosidad de la bisoña ni a aquel viejo carcamal. No tenía ningún sentido, la admiración siempre es recelosa de compartir sus conocimientos, rebajar su status aumentando el ajeno, el contrario, el enemigo... Era una batalla perdida mientras la fantasía de aquel hombre temblara tanto ante un lienzo que pareciera eternamente inacabado. Mientras él aprendiera también de aquel temblor compañero.

Así que esperaba allí, mirando a la pared sin decir nada. Cuando el profesor se despedía de su hija de los lunes, miércoles y viernes de seis a ocho, se atenuaba la luz de la lámpara, las paredes se desmenuzaban entre grises solitarios y la admiración no era más que una imagen extrañamente blanca, fuera de contexto, la fiel mascota "divina" que antaño llenaba su bol de comida. La acaparadora de todas las portadas. La parodia de su sueño.


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